La instrucción es cortar de tajo la intermediación entre el gobierno y los beneficiarios del dinero público. Todos los presupuestos diseñados para respaldar a los grupos vulnerables del país habrán de convertirse en aportaciones monetarias y entregarse en las manos de sus destinatarios, de ser posible, a través de cuentas personales y transferencias electrónicas.

Esa decisión pretende combatir la corrupción y promover la austeridad. Se ha dicho, con razón, que los programas sociales fueron utilizados para construir clientelas, para desviar recursos públicos, para incrementar inútilmente los gastos del gobierno y para financiar organizaciones que viven del dinero público; y se ha explicado que la única manera de evitar que esas prácticas sigan ocurriendo es eliminarlas sin matices. A grandes males, grandes remedios. Aunque en el camino se cancelen programas sustantivos —como las estancias infantiles o los refugios para mujeres violentadas, a quienes ya se verá cómo ayudar—, el presidente se ha propuesto ser estricto. Ni un centavo más a los intermediarios, buenos o malos.

Por lo demás, la transferencia directa de rentas estatales a los últimos beneficiarios tiene la ventaja de quebrar cualquier posibilidad de captura ajena a la política del mandatario. Quien reciba dinero del erario público sabrá que se lo debe al presidente; y en la lógica del régimen, no cabrá ninguna duda sobre la conexión entre el jefe del Estado y los beneficiarios de sus decisiones. Y eso, de paso, le permitirá afianzar las redes de confianza y de lealtad que eventualmente habrán de confirmar su liderazgo a la hora de volver a contar votos.

Tras esas decisiones, sin embargo, se esconden otros dos problemas: el primero es que la Presidencia ha desechado cualquier interpretación de política social que no se cifre en la transferencia de dinero. Se trata de una fórmula que se sostiene en dos criterios, ambos liberales: que la gente es pobre porque carece de recursos para satisfacer sus necesidades básicas y que darle ese dinero, le permite comprar lo que necesita en el mercado. Y ninguna de las dos son (exactamente) ciertas.

La pobreza es mucho más que la falta de dinero y, a todas luces, hay necesidades especiales que no pueden suplirse solamente por las leyes del mercado. Hay muchos casos en los que es preciso que el Estado proteja directamente a las personas cuyos derechos están siendo vulnerados, más allá del reparto de billetes. Y si no puede hacerlo con su burocracia, ha de ser el propio Estado quien debe fijar las condiciones para otorgar esos servicios. Regular la actividad, financiarla y podarla, de ser caso, cuando haya alguien que cometa algún abuso. Pero no abandonarla a la mano invisible de la oferta y la demanda.

El segundo es que el Estado no puede ni debe ignorar los derechos sistemáticamente vulnerados a un amplio grupo de personas, a menos que considere —como lo pensaba Ronald Reagan—que el gobierno es el problema y no la solución. No se resuelve la violencia cometida contra las mujeres, ni el abandono de los niños, ni la ausencia de condiciones de salud, ni las carencias de los discapacitados, ni la tragedia indígena, entre otros muchos casos, repartiendo dinero a discreción. Los derechos de las minorías y de los grupos vulnerables no se garantizan solamente con dinero repartido a cada uno, porque las soluciones no se compran en el súper ni son individuales: son colectivas.

Con un gobierno deliberadamente disminuido, con recursos fiscales acotados y sin otra salida que entregar fondos a granel, la política social desaparece en aras del mercado. Eso no equivale a podar las ramas secas para permitir que florezca la igualdad, sino a cercenar los medios del Estado para proteger los derechos de los débiles. Podar y mutilar son cosas diferentes. Ojalá se rectifique.

Investigador del CIDE

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