Ya era evidente que uno de los mayores desafíos que enfrentaría Ricardo Anaya sería la rebelión de quienes fueron sus correligionarios. La alianza que forjó con el PRD y con Movimiento Ciudadano para hacerse de la candidatura presidencial dejó muchos heridos. Algunos se fueron con el PRI, confirmando, con su conducta, que nunca estuvieron lejos del partido al que enfrentaban; otros decidieron confrontar a Anaya a través de la candidatura independiente de Margarita Zavala, y otros más encontraron en Morena una nueva oportunidad para situarse en el tablero de las decisiones.

Apenas al doblar el nuevo siglo, el PAN solía jactarse de su inquebrantable sentido de unidad y de su apego a una doctrina que estaría siempre por encima de las ambiciones de sus integrantes. Decían ser el único partido realmente democrático y eran especialmente ácidos con la muy variada conformación del PRD —que comandaba entonces Andrés Manuel López Obrador— porque veían en la disputa de sus corrientes interiores una trampa y le auguraban, con un dejo de arrogancia, la inminente desaparición. Hace tres lustros, y a pesar de la irrupción de los llamados “neopanistas” que acompañaron a Vicente Fox, nadie habría pensando que el partido de Gómez Morín no sólo se fragmentaría, sino que buena parte de sus líderes atacaría por varios flancos (el PRI, Morena y la opción independiente) el posible triunfo de su candidato a la presidencia.

Tampoco la candidatura de AMLO está a salvo de las críticas de sus aliados. La que hizo en su momento Elena Poniatowska y la que acaba de hacerle Paco Ignacio Taibo II han sido especialmente duras. Pero encuentro en ellas una diferencia sustantiva respecto a la diáspora panista: los primeros han huido en busca de poder en otras casas, mientras que los partidarios de Morena se han dolido de la falta de congruencia de su candidato. Asumo que pueden hacerle mucho daño al puntero en las encuestas. Pero no es lo mismo reclamar coherencia entre lo que se dice y se hace, que romper sin haber escuchado una palabra.

Los seguidores de Morena han hecho de AMLO un repositorio de agravios y de ideales. Se identifican con su candidato en la medida en que éste ha sabido representar la más firme oposición a las reformas promovidas por el régimen y, al mismo tiempo, el ideal de una ruptura definitiva con las prácticas establecidas. Si AMLO está a la cabeza de la competencia es porque su trayectoria sintetiza la promesa de cambiarlo todo, o casi todo, sin matices y sin concesiones. De aquí que cada nueva renuncia de AMLO a las mudanzas radicales, en aras de ganar la simpatía de otros o de emitir un mensaje pragmático de estabilidad, les resulte inaceptable. Y tienen razón.

Todavía es temprano para evaluar el costo que traerá ese fuego amigo a las principales candidaturas de la oposición. Dependerá en buena medida de cómo lidien Anaya y AMLO con los dardos de quienes fueron o siguen siendo sus aliados. Pero, a todas luces, hay una enorme diferencia entre unos y otros: los de Anaya se fueron porque quieren conservar sus espacios de poder, mientras que los ofendidos con López Obrador se quedan porque quieren defender su ideología, incluso, de ser preciso, contra el pragmatismo de su candidato. Así planteado, el abanderado del Frente tiene una tarea más fácil: sus enemigos ya están identificados y ya están fuera. Los aliados de AMLO, en cambio, siguen a su lado pero se niegan a ceder la plaza.

Todos sabemos que los ex panistas (hoy priístas, morenistas o calderonistas) atacarán a Anaya con uñas y dientes. Los ofendidos de Morena le exigirán a AMLO, en cambio, que no siga traicionando su propia trayectoria ni las ideas que lo llevaron a convertirse en el emblema político de todas las oposiciones al status quo. Que no se pierdan los matices: no es lo mismo traicionar, que sentirse traicionado.

Investigador del CIDE

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