La nota corrió como la espuma: Rosario Robles es un chivo expiatorio —aseguró el presidente electo— y las acusaciones que se le hacen son un circo. Estas líneas podrían parecer un halo protector imperdonable sobre la funcionaria que alguna vez tuvo la confianza de López Obrador, antes de sumarse al gobierno de Enrique Peña Nieto. Pero el presidente electo dijo más: “Nosotros no vamos a perseguir a nadie, no vamos a hacer lo que se hacía anteriormente, de que había actos espectaculares, de que se agarraba a uno, dos, tres, cuatro, cinco, como chivos expiatorios y luego le seguían con la misma corrupción”.

En efecto, una de las mayores trabas en la lucha contra la corrupción ha estado en la idea según la cual todo se juega en el castigo de algunos corruptos: en la pesca de los peces gordos, sin tocar el agua donde crecen. La versión exclusivamente punitiva de esa batalla atrae muchos reflectores, produce simpatías y satisface la ira pública, pero no resuelve la cuestión de fondo. Al contrario: la eterniza, pues asume que la corrupción es una anomalía en un sistema que funcionaría impecablemente si no existieran los corruptos. Y eso no es cierto.

Esa versión basada en el castigo y la venganza es, además, muy peligrosa. Obsesivamente centrada en la persecución de los enemigos públicos del día, no sólo genera escándalos constantes y lastima la dignidad de los servidores públicos honestos, sino que incrementa la percepción de permisividad entre los ciudadanos comunes y corrientes: “si los peces gordos pueden hacerlo, ¿por qué yo no?”. Y en el extremo, puede dar al traste con la viabilidad de los gobiernos. Si todo se reduce a seleccionar corruptos, las cañas de pescar acaban tirando anzuelos por todos los rincones del gobierno, hasta sepultarlo en una red de ineficiencia y de venganzas mutuas. Es, además, un camino libre para la influencia de las buenas conciencias internacionales que promueven defenestrar presidentes y ministros antes que salvaguardar la viabilidad de los Estados.

Si a eso se refiere el presidente electo, tiene toda la razón. La corrupción no debe combatirse minando sus efectos para satisfacer al público, sino modificando sus causas desde la raíz. Y la principal está en la captura de los puestos y los presupuestos públicos en función de intereses personales o de grupo. Mientras los asuntos que a todos nos atañen sigan siendo vistos como negocios u oportunidades políticas, la corrupción seguirá siendo un problema nacional sistémico; mientras no se modifiquen los espacios abiertos para la extorsión y la colusión entre funcionarios y personas, mientras se mantenga viva la construcción de redes a través de la rebatinga de los puestos, los contratos, las licitaciones, las licencias y los permisos públicos, mientras la asignación de presupuestos públicos siga atrapada por la discrecionalidad y mientras no haya métodos abiertos para vigilar la contratación de servidores públicos y su desempeño cotidiano, no habrá cambiado nada sustantivo.

En estos días se está debatiendo ya sobre los contenidos de la política nacional anticorrupción, en la que se jugará buena parte del destino del próximo gobierno. Deben escucharse todas las voces en todos los espacios disponibles, sin permitir que esa deliberación sea secuestrada por un pequeño grupo de influyentes que insiste en tirar cañas de pescar.

Si lo que quiere el presidente López Obrador es barrer las escaleras de arriba para abajo, primero hay que tener los trapos, las cubetas y las escobas adecuadas. Habrá una oportunidad inédita para diseñar una política de combate a la corrupción que no confunda síntomas y enfermedades y que ataque en serio las causas del problema. Si alguien cometió delitos, debe ir a la cárcel. Pero no será llenando las cárceles de funcionarios como se curará ese cáncer.

Investigador del CIDE

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