En México, cumplir la ley ya no es la regla sino la excepción. Parece una frase hecha, pero mi punto es que cuando las instituciones fracasan en el cumplimiento de sus obligaciones básicas y ellas mismas se vuelven en contra del Estado de Derecho, lo que sigue es la ruptura de la convivencia. Si los conflictos no pueden resolverse por medio de la ley, entonces se resuelven por la fuerza. Y en esas condiciones, obviamente no gana quien tiene la razón sino quien acumula más poder.

Algunos políticos han creído que doblegar a las instituciones para someterlas a sus decisiones es la clave de esa acumulación. Ambiciosos, han perdido de vista que la fortaleza de las reglas es su propia salvaguarda: que nadie tiene más poder político que quien consigue garantizar los derechos de la sociedad por vías pacíficas y al amparo de la ley. Pero ellos creen que adueñarse de los cargos públicos equivale a conservar sus privilegios. No entienden que mientras más lastiman a las instituciones públicas, más frágiles se vuelven.

Apenas estamos en enero y ya sabemos que las reglas establecidas para organizar el proceso electoral están quebradas de antemano. Que las precampañas se hayan convertido en contiendas abiertas para ganar votos, en franca contradicción con la legislación electoral, ya ni siquiera es tema de opinión. Y cada vez importa menos que los dineros gastados en esas “precampañas” no se reporten con fidelidad ni oportunamente al INE que, a su vez, no consigue orquestar sus decisiones con el Tribunal Electoral que dirá la última palabra. La ruptura de las reglas corre pareja por todos los partidos.

Tampoco han cumplido con todas sus obligaciones de transparencia. Contaron con el respaldo del INAI para aplazar las sanciones a las que tendrían que someterse. Pero entre ellas, está la de informar sobre la trayectoria vital de los candidatos que postulen. De no hacerlo, estarían en falta legal y el propio INE tendría que negarles el registro por haber incumplido con la norma. No obstante, ya desde ahora sabemos que la debilidad de las instituciones anticipa otro escenario, en el que sobrarán los argumentos legaloides para pasar por encima de esas obligaciones.

Puedo seguir: todos hablan de combatir la corrupción como bandera principal, pero lo cierto es que las instituciones construidas para hacerlo desde ahora están controladas y descabezadas. No hay titulares en las fiscalías, no hay Auditor Superior de la Federación, no hay magistrados de las salas especializadas en esa materia. No los han designado, porque no están buscando profesionales imparciales y competentes que se comprometan con el cumplimiento de la ley, sino su propia impunidad. No quieren que esas instituciones garanticen el Estado de Derecho sino asegurar sus privilegios.

Esa lista puede ampliarse más, mucho más, pero este espacio es limitado. De modo que me detengo en la idea que me interesa subrayar: ante la ausencia de medios institucionales sólidos para mitigar los conflictos que vivimos y los venideros, las únicas salidas disponibles estarán en las pruebas de fuerza y en el equilibrio posterior entre contrarios. Sabemos que, ante los hechos que ya están sucediendo, ni los partidos ni los grupos de poder se someterán con espíritu republicano al veredicto de las instituciones que ellos mismos han minado. Estas servirán acaso como referencia para decidir la forma que adoptará la rebelión, no la obediencia. Y en el mejor de los casos, vendrá después un nuevo arreglo, aun a sabiendas de que cada ciclo de ruptura vulnera más profundamente nuestras posibilidades de éxito como país.

Nuestra mejor esperanza es prepararnos para la batalla que vendrá. Pero no reuniendo armas sino razones y no echando leña al fuego sino defendiendo nuestros derechos, a pesar de todo. En eso estamos.

Investigador del CIDE

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