Ningún sistema es mejor que los hombres que lo conforman. Esto se sabe desde que los seres humanos abandonamos la idea de la obra perfecta de Dios y nos resignamos, ilustrados pero sometidos a los límites de nuestra imaginación, a nuestros precarios y cambiantes diseños institucionales. Y en materia política, en particular, donde cada nueva solución obedece a los problemas creados por nuestra propia imaginación —y por los defectos de las respuestas previas—, el peso que adquieren los individuos es todavía mucho mayor.

Ninguna institución funciona al margen de las cualidades de las personas que las dirigen ni haciendo abstracción del entorno que las rodea. Aun cuando —en el mejor de los casos— estén diseñadas para sobreponerse a los errores humanos, lo cierto es que su concepción y su operación obedecen siempre a las ambiciones, los intereses, las relaciones y los sueños de quienes las encarnan. Por eso sabemos con toda seguridad que habrá diferencias entre lo que se diseña y lo que se hace; sabemos que los planes, aun asentados en los mejores diagnósticos y llevados de los mejores augurios, nunca se cumplirán a cabalidad. Algo fallará en la implementación de las soluciones y ese algo estará afincado, a su vez, en los cambios de preferencias de los seres humanos y en los reacomodos de las relaciones de poder que invariablemente establecen entre ellos.

Esas dificultades se incrementan cuando se trata de integrar órganos autónomos que han de llevar a cabo funciones específicas del Estado, con el cometido de ponerlas a salvo del juego de los intereses más inmediatos y de las circunstancias políticas que pueden amenazar su desempeño a lo largo del tiempo. Esos órganos están marcados por la contradicción: de un lado, fueron creados para aislar el cumplimiento de sus propósitos de cualquier influencia externa que los condicione o los ponga en riesgo; pero de otro, sus integrantes han de ser designados por quienes representan el corazón del juego político nacional. Ningún órgano autónomo está a salvo de esa contradicción: quienes los dirigen no pueden llegar sin el respaldo y la confianza de los principales actores políticos, mientras que para dirigirlos con dignidad, han de romper con las lealtades que los llevaron ahí.

La puerta de las instituciones diseñadas para contener los excesos de los poderosos no se abre sino pidiendo las llaves a los dueños originales. Para quien haya sido capaz de demostrar independencia y autonomía esas puertas permanecerán cerradas, porque los poderosos podrán estar dispuestos a ganar legitimidad y construir confianza, pero de ninguna manera querrán arriesgar el poder. Quien los desafía debe pagar los costos y quien los enfrenta, debe construir sus propias esferas de autoridad. De aquí la profundidad de esta contradicción: nuestras instituciones autónomas, diseñadas para crear espacios políticos controlados al margen de arreglos y relaciones entre partidos y élites, no pueden actuar sin su visto bueno. Porque lo fundamental no pasa por los diseños ni las funciones, sino por las personas.

Para enfrentar los efectos nocivos de esa inevitable contradicción no hay más que una ruta posible: bloqueados todos los caminos para llegar al corazón de esos pactos —cuyas explicaciones siempre pasan por las acusaciones cruzadas, tan explícitas como la disposición de pactar intercambios a modo—, lo que sigue es mantener la batalla por crear conciencia a partir de datos, evidencias y conductas que no dejan lugar a dudas sobre la forma en que nuestros intermediarios políticos siguen medrando con nuestros derechos y seguirán haciéndolo, mientras del otro lado de la ecuación no seamos capaces de reaccionar de manera orquestada, armónica y firme para evitarlo. Una vieja batalla que, sin embargo, renace todos los días.

Investigador del CIDE

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