El próximo sábado se habrá cumplido un año de gestión de Donald Trump. Desde que anunció su deseo de llegar hasta ese puesto, ha seguido una ruta inverosímil pero cierta: casi nadie creía que podría obtener la candidatura de los republicanos y la obtuvo; muy pocos aceptaban que podría sustituir a Obama y lo logró; algunos pensaban que duraría muy poco como presidente y ya ha cumplido un año; y todavía hay quienes suponen que el daño que podría causar será menor.

Por nuestra parte, nos hemos ido habituando a las amenazas y al lenguaje hostil, como si la sorna y el descrédito fueran herramientas suficientes para defendernos de las decisiones que, deliberadamente, quieren lastimar a México: su sparring favorito. Sin embargo, el curso que han tomado las negociaciones sobre el TLC comienza a desafiar el futuro de nuestra economía que sigue siendo, lamentablemente, muy dependiente de la norteamericana: más del 80% de las exportaciones nacionales van a Estados Unidos y Canadá, mientras que la mayor parte de las inversiones extranjeras proviene de la región. Si los Estados Unidos cerraran el flujo de las gasolinas que compramos, nuestro país se detendría —literalmente— en tres días; y si de plano cerrara las fronteras, se agotarían muy pronto el pan, la leche y las tortillas.

Es verdad que también se pueden hacer recuentos en sentido inverso, pero estos no pasan tanto por las inversiones y el consumo, cuanto por la fuerza de trabajo. La mayor presión política de México sobre los Estados Unidos es, tristemente, la pobreza: los bajísimos salarios que aceptan nuestros compatriotas, aquí y allá. Mientras nosotros dependemos del dinero, la tecnología y la producción de los estadounidenses, ellos necesitan a nuestra gente. Pero la necesitan sometida. Si las condiciones laborales de los mexicanos fueran diferentes, no habría prosperado la industria automotriz de México. Exportamos coches y autopartes, gracias a la desigualdad. Así de simple.

Pero los enemigos del país no solo están afuera: acostumbrados a ser los consentidos del poder, nuestros empresarios principales tampoco se han propuesto orquestar una política de prevención ante las amenazas del presidente Trump. Pese a que, a estas alturas, ya empieza a ser evidente que México no saldrá bien librado de las negociaciones comerciales, el discurso sigue siendo el mismo. Los juniors del país están más preocupados por saber quién los proveerá, que por hacerse cargo del inminente desenlace de esas negociaciones. Con la misma lógica de los partidos, lo único que realmente parece interesarles es que la Presidencia mexicana siga a su servicio.

Los estadunidenses conocen bien esa debilidad política de México y, por eso, han preferido aplazar las deliberaciones sobre el TLC hasta que se resuelva el proceso electoral de este año. No lo hacen para darnos un respiro, sino para ganar más fuerza, justo en el momento en que nuestro país estará sumido inexorablemente en el conflicto interno que todos advertimos. Y, entretanto, distraídos en sus ambiciones, nuestros políticos no consiguen decirnos más que generalidades sobre el destino de ruptura y sumisión que nos anuncia sin reparos Donald Trump.

Gane quien gane en julio del 2018, estamos obligados a recuperar nuestro nacionalismo. Pero no el de pacotilla que se resuelve en los discursos sobre los héroes patrios, sino el que nos exige el nuevo Siglo de tecnologías, inversiones compartidas entre empresarios y gobiernos, y la búsqueda audaz de compradores para los productos que no hemos sabido colocar con éxito por todo el mundo, a través de los otros 44 tratados comerciales que están vigentes. No se trata de volver al tiempo de Luis Echeverría, sino de salir de este letargo y recobrar aliento para salvar la trampa que nos ha venido preparando Donald Trump.

Investigador del CIDE

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