Una de las mejores noticias que en los últimos tiempos ha recibido la causa de los derechos humanos en México y el contexto internacional fue la promulgación de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas. Al respecto, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) refrenda su solidaridad con las familias de las víctimas.

La aprobación de la legislación representa un reconocimiento al trabajo incesante e incansable que diariamente realizan miles de familias que se han enfrentado al infortunio, a sus aportaciones y la de colectivos de la sociedad civil.

Contar con ese ordenamiento legal no es la meta anhelada, sino apenas el principio de la obligación, responsabilidad y compromiso que el Estado mexicano tiene con las víctimas de las desapariciones.

Tenemos una enorme deuda que saldar y mientras ello no ocurra tampoco podemos presentarnos como un Estado democrático de derecho efectivamente sustentado en el reconocimiento y respeto de las garantías individuales. De ahí la necesidad de dar debida respuesta y atender el problema que representa la desaparición de personas, cuya sola existencia debilita nuestras instituciones, afecta el tejido social y vulnera el Estado de derecho.

La aprobación de la norma no resuelve el problema de la desaparición de personas. Se requiere materializar su contenido mediante la voluntad política de las instancias de gobierno que se refleje en la profesionalización de los actores encargados de su aplicación, la existencia de recursos suficientes para instrumentar sus contenidos y, sobre todo, hacer investigaciones efectivas que eviten la impunidad.

Lo hemos dicho en reiteradas ocasiones: la desaparición de personas, bien se trate de forzada o por particulares, constituye una práctica cruel, que agravia a la sociedad y además afecta y atenta no sólo en contra de la persona desaparecida, sino también de sus seres queridos y de sus allegados, quienes al dolor de la ausencia tienen que sumar el vivir con la incertidumbre, la angustia y la desesperación sobre el destino de quien fue víctima.

En el caso de la desaparición forzada, por su naturaleza e implicaciones, es un crimen de extrema gravedad, pluriofensivo, que no debe quedar impune. Un solo caso es inaceptable y debe mover a las autoridades y sociedad para llegar a la verdad y propiciar que la práctica sea totalmente eliminada.

En abono hacia la aprobación y promulgación de esa ley, vale mencionar el Informe Especial sobre Desaparición de Personas y Fosas Clandestinas en México de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, emitido en abril de 2017, en el cual se subraya la subsistencia del problema como consecuencia, entre otros aspectos, de la falta de procuración de justicia pronta y expedita que, lejos de producir investigaciones eficaces y sustentables para la localización de víctimas y el ejercicio de la acción penal contra los responsables, en muchos casos sitúa a los agraviados y a sus familiares en estado de abandono, revictimizándolos al hacerles nugatorios sus derechos reconocidos en la Constitución. Por ello, no se puede ni se debe soslayar el cumplimiento por parte de las autoridades de los tres niveles de gobierno de las más de 100 propuestas formuladas en ese informe, al mismo tiempo que resulta importante que el Estado reconozca la competencia del Comité contra la Desaparición Forzada de la Organización de las Nacionales Unidas.

En el proceso de implementación de la ley resulta de la mayor importancia determinar el paradero de las personas desaparecidas, encontrar a los responsables y fincar las responsabilidades, así como reparar integralmente el daño a las víctimas y conocer la verdad de lo acontecido, puesto que sólo así se evitará la repetición de los hechos.

Nuestro reto es hacer efectiva la ley, puesto que la desaparición de personas desafía y cuestiona la capacidades y recursos del Estado mexicano para dar respuesta a las demandas de justicia que, mientras no sean atendidas, nos impiden avanzar hacia una cultura de la legalidad, sustentada en la observancia de los derechos humanos y el respeto a la dignidad de las personas.

Presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos

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