Los mexicanos votaron el 1 de julio con entusiasmo y esperanza por una transformación política y lo hicieron con conciencia plena de los riesgos en los que incurrían y también calculando las posibilidades de transformación que un nuevo gobierno podía ofrecer. No lo hicieron con oscuridad ni resignación, sino con esperanza. Es de celebrarse que, ciudadanos con baja participación política, como lo demuestra el informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, publicado por el INE y el Colegio de México1, encontraran que su práctica política más importante (participar con opiniones en las redes sociales) podía transformar la realidad. El voto por López Obrador es un sufragio democráticamente obtenido y con un anhelo muy alto de que las cosas cambien.

No estamos, a mi parecer, ante una regresión autoritaria tradicional, aunque muchos hayan dicho que el de AMLO es un gobierno que restaurará al viejo PRI. Lo nuevo en México se procesa con antiguos participantes del sistema político pero reconfigurados y con un renovado mandato. Se trata, por así decirlo, de un elemento viejo y nuevo, un gobierno añoso y a la par, joven, pues MORENA solo tiene cuatro años de haberse instituido como partido.

Lo que ocurre en este proceso es aquello que el politólogo argentino Guillermo O'Donnell llamaba la democracia delegativa; una forma de gobierno que, a diferencia de la democracia representativa, le otorga al líder una capacidad de decidir como mejor le parezca lo que él considera que es conveniente para el país en un momento determinado. A diferencia de la democracia representativa, en donde las decisiones se dividen, se controlan y se construyen a través de complejas negociaciones y se avanza de forma incremental, en la delegativa se mantiene el carácter democrático del sistema, pero el líder delegativo concentra un mandato que puede administrar con enorme discrecionalidad y por supuesto, puede rechazar los controles tradicionales de las instituciones que puedan significar una traba o un obstáculo a su proyecto político.

Los líderes delegativos son producto, recordaba O´Donnell, de graves crisis de las democracias representativas y creo que, en México, por la profundidad del desprestigio institucional, se reúnen estas características. López Obrador recibe el poder delegado por el soberano y a partir de ahí construye un mandato en el cual todo está supeditado a su persona. El partido político que tiene mayoría en las dos cámaras depende directamente de él y los nombramientos de los principales funcionarios del Estado son producto de una autoridad delegada del líder.

Sin embargo, de acuerdo con O´Donell, este tipo de democracia tiene sus riesgos, pues los líderes delegativos pueden pasar rápidamente de una alta popularidad a una generalizada impopularidad, debido a que las enormes expectativas de transformación, generalmente se encuentran con obstáculos económicos y sociales que no dependen del presidente, o bien, puesto que ha renunciado, por su propia lógica, a todo tratamiento de mediación institucional, empieza a establecer relaciones informales con grupos económicos o mediáticos, abriendo así la posibilidad de acuerdos inconfesables que pueden no involucrarlo económicamente a él de forma directa, pero muchos de ellos se hacen en su nombre para conseguir sumisión y colaboración a cambio de privilegios. 

La democracia delegativa abre una oportunidad y esconde algunos riesgos. Una encuesta del periódico Reforma2 demuestra que el ciudadano está dispuesto a conceder al próximo presidente la razón en prácticamente todas las materias que ha propuesto: reducir el sueldo de funcionarios y quitar pensiones de los expresidentes le da niveles del 90% de aprobación. Pero hay algo en lo que no logra convencer a la población, aun cuando se viva la luna de miel de los líderes delegativos, y es que el 50% considera que es una mala idea perdonar a los criminales y solamente un 31% cree que este planteamiento puede sacar al país de la grave crisis de inseguridad en la que vivimos. Me parece, en consecuencia, que al igual que ocurrió con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, el juicio popular sobre el gobierno de López Obrador irá más allá de la venta de aviones o mudar la residencia presidencial de los Pinos y será, efectivamente, su capacidad de reducir el impacto de los criminales en la vida del país. De momento, el 62% tiene una muy buena opinión de AMLO y el 58% dice tener mucha confianza en su gabinete. Son números alentadores que, bien administrados, podrían generar las condiciones para una gran transformación del país. Pero las oportunidades políticas son como el penalti en el fútbol: la expectativa del gol es alta pero un error grave puede llevar a la depresión colectiva porque al próximo presidente se le delegó todo el poder y toda la esperanza.

Analista político. @leonardocurzio

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