En la Nueva España bastaba una denuncia anónima culpando a alguien de herejía o práctica de la herbolaria para que la Inquisición lo encerrara y  le confiscara sus bienes. El juez de instrucción, que era acusador y jurado, se encargaba de torturar al desdichado para que confesara los crímenes y de paso culpara a su familia y a otros desconocidos. El 10 de junio de 1820 el Tribunal del Santo Oficio dejó de funcionar en México y con ello se dio fin a un sistema despiadado de persecución. Nadie salió a festejarlo.

Este lunes 18 de junio es el aniversario de otro momento importante que pocos piensan celebrar: se cumplen diez años de la reforma constitucional que mandató la instalación, en un lapso de ocho años, de un sistema acusatorio en todo el país y cuyas características más conocidas son los juicios orales y la presunción de inocencia. Fue una revolución procesal.

A pesar de su corta edad, el nuevo sistema de justicia penal ha sido blanco de críticas que ponen en constante riesgo su permanencia.

¿Están equivocados quienes lo critican? No totalmente. El nuevo sistema fue implementado con un énfasis en la etapa judicial, dejando de lado reformas complementarias que eran urgentes en procuradurías y policías. Este fortalecimiento institucional sigue pendiente. Para acabarla de amolar, se dio marcha atrás al esfuerzo inicial de generar una estrategia de prevención de la violencia.

Es natural que exista un desencanto. De alguna forma se creó la expectativa falsa de que un puñado de procesos penales mejor implementados iban a acabar con la impunidad y la violencia en el país. Esto es un problema aparte.

Como remedio a la desilusión, los datos duros nos hablan de mejoras en los rubros atendidos. Mucho cambió. Lo sabemos gracias al trabajo del Inegi, que encuestó a 58 mil personas en cárceles de todo el país, un esfuerzo que nos permite comparar el nuevo sistema penal contra el sistema anterior desde la perspectiva misma de sus usuarios.

Los datos comprueban que, como punto de partida, revertimos el patrón de tener procesos penales sin juez. Si antes sólo en dos de cada 10 procesos los jueces asistían a sus audiencias, hoy la comparecencia del juez es una constante.

En términos de transparencia, también observamos efectos alentadores. La proporción de procesados que reportan claridad en la actuación de nuestros juzgadores se duplicó. Además la presencia del público creció en más de un cien por ciento.

Hoy el proceso penal es más rápido. Un proceso por homicidio duraba 16 meses, hoy dura 12; por secuestro duraba 22, hoy dura 18. En el caso de delitos menores, la reducción en tiempos procesales es significativamente mayor.

Aun quienes pierden su juicio conceden algunas mejoras. Así, las personas que recibieron sentencias condenatorias reportan mayor claridad en la resolución que les fue adversa: 6 de cada 10 personas que fueron condenadas en el sistema nuevo comprendieron las razones de su condena, mientras que sólo 3 de cada 10 procesados en el sistema anterior tuvieron esa perspectiva.

De cara a la nueva Legislatura, urge reordenar el debate. Tenemos que proteger lo que funciona y extirpar lo podrido. Construir policías honestas y eficaces además de fiscalías que funcionen es el verdadero mandato.

Si no comenzamos a aislar las críticas a nuestro sistema penal en aspectos puntuales y medibles, corremos el riesgo de volver a arruinar lo poco que compusimos. Hagamos, pues, la reforma que quedó pendiente y no echemos a perder lo que ya mejoramos.

Candidata a doctora en políticas públicas
por la Universidad de Berkeley. @LaydaNegrete

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