El financiamiento público de los partidos políticos está fundado en una premisa que hoy parece escaparse por la puerta trasera que abrió la solidaridad post-sísmica. El dinero es un factor de equidad para los contendientes siempre y cuando sea ejercido bajo el estricto rigor de la transparencia.

Los partidos son maquinarias de gasto con o sin campañas electorales. Es por eso que el INE los fiscaliza dentro y fuera de los periodos de campaña e impone sanciones ante irregularidades cuando detecta, entre otras cosas, gasto que no ha sido reportado. En 2017 la autoridad detectó más de 364 millones de pesos que los partidos no reportaron como gastos de campaña en cuatro elecciones locales.

Aunque la decisión de rechazar una parte del financiamiento que reciben prometía para carambola de tres bandas, terminó rasgando el paño de la mesa con el taco.

Primera banda, los partidos leyeron el ambiente incendiario en contra del dinero que la Constitución les garantiza como una oportunidad para, renunciando a él, ganar simpatías entre el electorado.

Segunda banda, la puja para incrementar el monto entró en una espiral sin freno y topó en un redondo y taquillero 100%. Lo sacrificamos todo. Ni un peso más a la política cuando el pueblo sufre. Tercera banda, el gesto de sacrificio se salió de control. A su paso se llevó al traste el más elemental sentido de responsabilidad fincado en la naturaleza del financiamiento público. Que la gente buena ya no nos dé su dinero, mejor que lo den los donadores que tienen mucho y están repletos de intereses privados.

Sorpresa, los partidos no quieren gastar menos dinero. Lo que quieren es mayor opacidad. Cómo puede un partido político renunciar a tres meses de ministraciones con compromisos de gasto, cuentas por pagar y mantenimiento de instalaciones. ¿De dónde saldrá ese dinero cuando el financiamiento privado de sus militantes no puede rebasar el 2% del financiamiento público anual?

¿Qué va a encontrar el INE cuando fiscalice el último trimestre de 2017? ¿Que los partidos presentan gastos que contradicen su solvencia económica hoy empeñada?

El verdadero problema es la inconsistencia argumentativa del empeño por privatizar el financiamiento de la política. ¿Alguien podría estar tranquilo con la idea de que intereses privados financien de manera predominante las campañas electorales? ¿Alguien piensa que es una buena idea legalizar el conflicto de interés que hoy predomina entre el gobierno y sus contratistas preferidos?

Los afanes reformistas de los carambolistas dibujan una cuarta banda en donde quieren eliminar el pluralismo y regresarnos a un Congreso sin representación plurinominal como sucedía antes de 1977.

Se trata de una de las maniobras electoreras más arriesgadas y con consecuencias que pueden meter al país en una vuelta al pasado del que hemos intentado apartarnos. Por proponer eliminar el financiamiento público y los plurinominales son un tiro de fantasía que nos regresa al punto de partida.

Entre magnánimos ‘donadores’ y plutócratas conversos, ambos bandos buscan desaparecer el financiamiento público y condenar la política a pagar una hipoteca eterna de intereses inconfesables.

Y todo lo anterior es lamentable porque el maniqueísmo no deja espacio para el debate y la reflexión profunda. Claro que el monto de financiamiento que hoy se destina a la política y las elecciones, incluyendo el presupuesto y tareas de las autoridades electorales, debe replantearse a fondo. Pero debe darse después de un debate serio y no al calor de un plumazo que se viste de carambola al momento de interpretar el malestar ciudadano frente a la política.

Investigador del CEIICH-UNAM y asesor del
Consejero Presidente del INE

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