Movilización del dolor. A 32 años con cinco horas y 55 minutos del terremoto que en 1985 se llevó entre 10 mil y 20 mil vidas y destruyó buena parte de la Ciudad de México, la capital de la República volvió a vivir la tragedia. Muertes impensables minutos antes, que conmovieron además a decenas de poblaciones de al menos otros tres estados. Importante, por supuesto, la infinitesimal la diferencia en pérdidas humanas entre el sismo de hoy y el de hace tres décadas. Pero acaso más importante parece la educación ciudadana, que ha evitado estragos mayores y el despliegue oportuno de las instituciones de seguridad y auxilio a la población, tanto del gobierno federal como de los estados. A ello se agrega el hábito solidario de nuestra capital. Mientras escribía estas líneas mi nieta preparatoriana iba con un grupo de maestros y alumnos a apoyar las labores de rescate de una escuela cercana caída, y mi nieto universitario se organizaba con amigos para llevar agua y alimentos a los damnificados.

En un contexto global de crisis generalizada de confianza en las instituciones públicas, en la mente de las audiencias abundan las generalizaciones iniciales negativas sobre todo aquello que provenga de gobiernos y partidos. En buena medida esto es efecto, por un lado, de la orientación que en ese sentido domina en los medios, las redes y los identificados en los estudios pioneros de comunicación como ‘líderes de opinión’: esos verbosos intermediarios que le imponen a la conversación de la gente común lo que ellos ven, leen y oyen a todas horas en aquellos medios y aquellas redes. Por otro lado, en correspondencia con ello está la predisposición de buena parte de los públicos de hoy —a partir de sus creencias y actitudes contra las instituciones— a esperar mensajes de medios y redes en esa misma dirección, so pena de ser tildados de siervos del poder o de alguno de los poderes.

Pero en las actuales circunstancias, medios y redes llevados por esa inercia parecerían disonantes ante una movilización de las instituciones del Estado que potencia la movilización solidaria de la sociedad. Y es que una sin la otra sólo conduce a deficiencias y desvíos, con politizaciones del dolor indeseables de uno y otro lado, como las que empañaron las al fin y al cabo importantes acciones de auxilio y reconstrucción urbana que siguieron al terremoto de 1985.


Descalificación sobrevalorada. Ya la comunicóloga española María José Canel ha planteado la paradoja —frecuente en América Latina y en España— de gobiernos, administraciones públicas y funcionarios peor valorados que las obras que realizan, los programas que ponen en marcha y los servicios que proporcionan. Desde luego una parte de este fenómeno puede atribuirse al rezago de políticos y gobernantes en la comprensión de los nuevos escenarios comunicativos y en el desarrollo de estrategias de gestión de marca, de reputación de las personas y de la valoración de su desempeño en los campos de la política y la Administración.

Pero también es cierto que hoy el grado de dificultad de gobiernos, partidos y administraciones se multiplica en virtud de la sobrevaloración social adquirida por la marca de lo anti institucional, por la reputación ganada por medios y redes practicantes del oprobio contra gobernantes y por el prestigio de valentía y de gente informada adquirido por quienes llevan esto a la conversación con la gente común. En una esfera pública como la de nuestros países, en la que la mayor parte de los particulares se mantuvieron por mucho tiempo desinformados, desinteresados, ausentes de la deliberación de los asuntos relacionados con los poderes, públicos y privados, su súbito arribo a la información y a las discusiones de estos temas se traduce con frecuencia en maledicencia y chismorreo. La respuesta gubernamental y ciudadana a los sismos de 2017 podría marcar una sana diferencia con la de 1985 y devolver a su nivel la hoy sobrevalorada descalificación sistemática y automática de las instituciones.

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