Al filo de la historia. Hoy 8 de agosto llegará a su fin el proceso electivo de 2018, una vez que la presidenta del Tribunal Electoral haga público el cómputo de la elección del presidente de la República, declare válidos los comicios y extienda constancia de mayoría a Andrés Manuel López Obrador. No será un mero trámite. Se trata del encuentro de la verdad legal y el sustento de la legitimidad aportada por más de la mitad de los votantes. Conforme a los principios democráticos y a nuestro sistema constitucional, esto nos vincula a todos, incluyendo a la otra mitad, en el consentimiento del poder surgido de las urnas. Son las reglas establecidas, reafirmadas desde que las reformas de la última década del siglo pasado dieron cauce a elecciones competitivas y a la alternancia en el poder presidencial.

En efecto, ya van tres alternancias de partidos en cuatro elecciones presidenciales a partir del 2000. Por cuarta vez prevalecieron las normas democráticas establecidas, a costa de la historia de una supuesta determinación —de una supuesta mafia del poder— de evitar a cualquier precio la llegada de López Obrador. O, si se quiere, a costa de la versión de supuestas conspiraciones atribuidas —por el candidato ahora ganador— a adversarios, críticos, autoridades, medios e incluso a los ministros de la Corte, presentes hoy en el Tribunal. En correspondencia, ahora tocaría disipar también las señales que ha generado el supuesto de un autoritarismo intolerante en la personalidad de quien desde hoy será el presidente electo. Bastaría al respecto refrendar con hechos el compromiso de ejercer el gobierno con respeto a los derechos de las minorías y a los derechos de críticos, adversarios, grupos sociales y medios a disentir: a cuestionar y en su caso desaprobar el desempeño oficial, sin sufrir descalificaciones ni acosos del poder.

En esta fase final del proceso parecería oportuno igualmente reafirmar los avances de nuestro desarrollo democrático y dar garantías de su prevalencia, incluyendo la corrección de sus contrahechuras. Sobre todo, al filo de un cambio histórico en que, a juzgar por los propósitos hilvanados —y también los deshilvanados— por los futuros gobernantes, estaríamos en el umbral de transformaciones equiparables a nuestras grandes revoluciones. Estaríamos por iniciar una cuarta gran transformación.

El preámbulo. Por esa puerta se propone López Obrador entrar a la historia. Y en ese sentido la declaración de hoy de presidente electo se integra al ya largo preámbulo de esa historia: ese espacio donde autores y editores suelen adelantar antecedentes y advertencias sobre el contenido de la obra. Lamentablemente, este preámbulo se ha ido recargando de mensajes en forma de nombramientos controvertidos, generalizaciones cuestionadas de los nombrados, estridencias disonantes y oquedades inquietantes, todo ello impropio de un preámbulo que está siendo leído por adictos y desafectos como una cadena de advertencias.

Acaso la advertencia más leída en este prolongado preámbulo es la de un ejercicio prematuro de un poder descomunal, a apalancarse aún más con una mayoría avasalladora en el Congreso y pronto con un tribunal constitucional integrado por afines, en detrimento de la Corte; con planes de control de la información pública y con vicarios presidenciales en los estados sobre los gobernantes electos.

Darío. Menos que entrar por esta vía a la historia de una cuarta transformación, la reencarnación del líder en un prototipo de mega absolutismo presidencial acaso inspire una crónica paródica a la manera de la que escribió Monsiváis, digamos, para el preámbulo de la presidencia de Luis Echeverría, al momento de encender éste, medio siglo atrás, la aplanadora que lo proclamó candidato del PRI. Escudado en un verso de Rubén Darío, el cronista terminaba incitando a los apabullados, excluidos y auto excluidos de la euforia, entonces él mismo, hoy, la otra mitad, cabizbaja, de los votantes: “Saluda al sol, araña, no seas rencorosa”.


Director general del Fondo de Cultura Económica

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