Una de las ventajas de la democracia es que cuando un partido —o un modelo económico— ha hartado a la ciudadanía por sus malos resultados es posible cambiarlo por la vía pacífica e institucional. Con los partidos monopólicos eso no es posible: si se les quiere remover del poder, debe hacerse por la vía de confrontación, minando la estabilidad política. Ocurrió en varios regímenes comunistas de partido único. En México, afortunadamente, pese a haber padecido una hegemonía partidista por décadas, ésta pudo modificarse gradualmente, preservándose la estabilidad (hasta ahora). La alternancia pacífica pudo darse en el año 2000, pese a que muchos ciudadanos dudaban que el PRI fuera a soltar pacíficamente el poder (“Con balas llegamos y con balas nos quitarán”). Ernesto Zedillo entendió que el régimen y la estabilidad no soportarían otro triunfo forzado del PRI, y permitió la alternancia. Pero prevalece la duda de si una nueva alternancia podrá darse si el cambio implica también uno de modelo económico. Lo ocurrido en 2006 dejó la impresión en numerosos ciudadanos de que eso no era posible, por no ser era aceptable para el establishment (o sea, la mafia del poder). Yo pienso que si bien el establishment hizo mucho por no perder el poder, no hubiera podido impedir la alternancia de haber llegado López Obrador con gran ventaja, misma que perdió al cometer múltiples errores de campaña. Y en 2012 su respaldo no le alcanzó para derrotar al PRI (lo que no implica que éste no haya echado mano de fraude, pero que probablemente no fue determinante en el resultado por la amplia ventaja entre punteros).

La pregunta en 2018 es si se aceptaría la alternancia en caso de que López Obrador tenga el respaldo mayoritario de la ciudadanía. Muchos obradoristas están seguros de que no, de que nuestra democracia electoral no alcanza para ello sino sólo para una alternancia entre el PRI y el PAN. Eso depende. Si José Antonio Meade logra ubicarse en segundo sitio, el gobierno echará a andar la maquinaria, como en el Edomex. Aún así, quizá no le alcance para garantizar su triunfo. Pero si Meade queda rezagado en tercer sitio y Ricardo Anaya se mantiene en el segundo lugar, haciéndose competitivo, probablemente el gobierno dejaría que López Obrador triunfe para impedir que Anaya llegue a la presidencia (la animadversión mutua entre Anaya y Peña es muy elevada y aquél amenaza con poner fin al pacto de impunidad). El escenario de un triunfo forzado para el PRI no parece hoy el más probable, pero tampoco puede descartarse del todo (no por ahora). Y desde luego me parece el peor escenario en términos de legitimidad y estabilidad. Cuando hay hartazgo y resentimiento con un partido por su mal desempeño (o así sea percibido), un triunfo forzado del mismo lejos de aminorar la tensión social lo multiplica e intensifica, y eso puede debilitar la gobernabilidad y la credibilidad en el régimen político (es decir, “se puede soltar el tigre”, como lo ha sugerido López Obrador).

Si, como ocurrió en el Edomex el año pasado, sólo 15 % sintiera que ese triunfo del PRI se logró genuina y lícitamente, el malestar crecería en lugar de disiparse. Una alternancia, en cambio, abre una válvula de escape al descontento. Desde luego un triunfo del Frente abriría esa válvula en cierta medida; si bien, en caso de ser dudoso y apretado, despertaría igualmente al tigre de los sectores obradoristas. Y un triunfo de López Obrador abriría en mayor medida esa válvula, si bien generaría entre los ciudadanos que le temen sentimientos de preocupación. Y la polarización podría prolongarse. Pero eso no por el resultado mismo, sino por cómo gobierne AMLO. En todos los casos, el tigre de la rebelión y la polarización amenaza con escapar, pero dependiendo de quién gane y sobre todo de cómo lo haga. Ambos bandos se culparían mutuamente de haber despertado al tigre y jamás llegarán a un acuerdo al respecto, pero, desde luego, el daño en términos de legitimidad y eventualmente gobernabilidad estaría hecho.

Analista político. @JACrespo1

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