El presidente ruso puede que se felicite de los éxitos conseguidos por sus servicios en cuanto a interferencia política y social en Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Holanda y, last but not least, en España, con motivo de la cuestión catalana. Haría bien, y podemos estar seguros que lo hace bien, en preocuparse por el reto que le lanza el islamismo de Asia Central, tanto adentro como allende las fronteras de la Federación de Rusia.

De nacionalidad rusa, originario del Kirguizistán, el uzbek kamikaze de 22 años, Akbarzhon Dzhalilov, mató a catorce personas el 3 de abril en el metro de San Petersburgo. “Es un reto lanzado a todos los rusos, incluido nuestro Presidente”, comentó el vocero del Kremlin, Dimitri Peskov. El hombre-bomba tenía sus raíces en una región del Kirguizistán conocida por ser un baluarte de movimientos islamistas radicales; de aquí y de las otras cuatro repúblicas de Asia Central, casi 7 mil hombres, a ojo de buen cubero, el del FSB, servicio de seguridad ruso, salieron para ir a pelear en las filas del Califato: mil 500 de Uzbekistán. Los expertos rusos como europeos e israelíes estiman que Rusia, no solamente sus vecinos ex soviéticos, exporta muchos militantes con pasaporte ruso, y no solamente inmigrantes establecidos en Rusia. Formarían la cuarta parte de los combatientes “internacionalistas” del Califato...

Al día siguiente, el 4 de abril, un grupo de islamistas radicales mataron a dos policías de caminos en Astraján, en el Sur de Rusia, en la región colindante con Daguestán, república en el seno de la Federación de Rusia, afectada por una insurgencia islamista recurrente. Hay que recordar que los autores del atentado mortífero en un antro de Estambul en Nochevieja (37 muertos) y en el aeropuerto Atatürk (44 muertos en junio de 2016) provenían de Uzbekistán, con la posible complicidad de los islamistas del Cáucaso ruso: Chechenia, Ingushetia, Daguestán.

¿Ofensiva islamista para contestar la decisiva participación rusa a la guerra en Siria, al lado de Bashar al-Ásad? Putin entró en Siria en 2015 y el Califato llamó en seguida a “la juventud islámica, en todas partes del mundo, a lanzarse a la yihad contra los rusos”; hoy en día soldados rusos patrullan las calles de Alepo y el Califato está en retirada. Lo preocupante para el FSB es que la mayoría de aquellos centroasiáticos han sido reclutados en Rusia misma, donde habían venido a trabajar. Actúan incluso fuera de Rusia: Sayfullo Sapov, uzbek llegado a Estados Unidos en 2010, mató a ocho personas con un camión en Nueva York el 31 de octubre pasado; Estados Unidos también tiene una pica en Siria e Irak.

¿Pasa la comunidad musulmana de Rusia —el 12% de la población— por un proceso de radicalización islamista? No parece, pero las derrotas del Califato en el campo de batalla no significan el final del terrorismo. Lo contrario es muy posible y el FSB espera con preocupación el eventual regreso a Rusia de los “internacionalistas”. Ya algunos han regresado para retomar el combate en una Chechenia “pacificada” rudamente, primero por Putin y ahora por el joven dictador Kadirov, que mandó gente suya a pelear en Siria bajo uniforme ruso…

Los enemigos de Putin no deben alegrarse: de la misma manera que Antonio Elorza tiene la razón, cuando nos recuerda que no es verdad que los errores en las políticas occidentales sean la causa de la oleada yihadista (Yihadismo: una ceguera voluntaria, El País, 25/03/17), uno tiene la razón al decir que la política rusa no ha causado la oleada yihadista. Al contrario. Es la ofensiva yihadista que ha convencido al presidente Putin de intervenir en Siria para luchar en serio contra el Califato. En palabras de Antonio Elorza, “dada la imposibilidad de proporcionar soluciones mágicas (contra el terrorismo yihadista), conviene por lo menos destacar la falacia de aquellos argumentos que aconsejan una u otra forma de masoquismo”.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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