Patrice Gueniffey, autor de un celebrado Bonaparte que el Fondo de Cultura no tardará en circular, es también autor de un Napoleón y De Gaulle, dos héroes franceses. Dice que, en general, en la historia de Francia, el héroe siempre ha sido reconocido como tal “por su capacidad de salvar al país de la amenazadora dislocación y de la guerra civil. Es el hombre de un tiempo de disturbios, un salvador siempre, mejor dicho, la única solución en un contexto de parálisis de los poderes y de impotencia de los gobernantes. Los grandes hombres han sido siempre, desde Juana de Arco, héroes que, al escucharse a sí mismos, devolvieron la existencia a un país moribundo”.

En una conversación muy reciente, ese gran historiador me dijo que el presidente Emmanuel Macron era la última oportunidad para los franceses; algo confirmado por el ex presidente Francois Hollande, entrevistado por El País: “De no haberse lanzado Macron hubiera ganado la derecha o la señora Le Pen” (o sea una extrema derecha que tiene en su programa la destrucción de la Unión Europea, entre otras cosas). Macron, el candidato, había anunciado una “revolución”. El cúmulo de reformas que lanza a un paso acelerado representa una verdadera revolución en un país que puede tener el corazón a la izquierda y, sin embargo, ser profundamente conservador, alérgico al cambio. De Gaulle salvó a Francia dos veces, en la Segunda Guerra Mundial la primera vez, al poner fin a la guerra de Argelia, la segunda. Las dos veces, los franceses se cansaron de un salvador demasiado heroico y lo empujaron hacia la salida. Creo que Macron necesita dos mandatos, o sea diez años, para realizar su programa, que incluye planes ambiciosos para Europa. ¿Lo elegirán de nuevo los franceses dentro de cuatro años?

Por lo pronto, como el general De Gaulle, Emmanuel Macron devuelve a Francia un importante papel internacional y la buena relación personal que cultiva con Donald Trump, si bien puede chocar a más de uno, corresponde al gran realismo político que caracterizaba al general: nadie podía sospecharlo de simpatía para el régimen de la URSS, pero, para mantener a Francia entre los Cinco grandes permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU, y para tener un contrapeso a los indispensables Estados Unidos, cultivó buenas relaciones primero con Stalin, después con Nikita Jruschov y sus sucesores; sacó a Francia de la OTAN, pero, al mismo tiempo, a la hora de la crisis de los cohetes en Cuba, apoyó a EU. “Amigos, aliados, pero no alineados” era su lema frente a Washington. Macron no sigue otra línea y no faltan los críticos de derecha y de izquierda para denunciar lo que llaman “las secuelas del degolismo y del mitterrandismo”. Al hacerlo, retoman las palabras del joven presidente que afirmó en varias ocasiones que era “el heredero de la tradición gaullomitterandiana”.

Macron, hasta ahora, ha sido el único jefe de Estado capaz de establecer una buena relación con Trump; intenta conseguir un cambio de línea en las importantes cuestiones del acuerdo con Irán, del cambio climático, del libre comercio. No ha olvidado los errores catastróficos cometidos por presidentes anteriores, desde la guerra de Vietnam hasta la de Irak; le preocupa el alineamiento de su diplomacia con el ultra nacionalismo israelí y en eso es un heredero fiel del general De Gaulle; le preocupa los errores cometidos por Washington en todo el Medio Oriente y su falta de imaginación en las relaciones con Rusia. Con su secretario de relaciones Jean-Yves Le Drian, antiguo ministro de la Defensa del presidente Hollande, un hombre conocido y apreciado por nuestros militares, con Le Drian, el presidente Macron ha devuelto a Francia la capacidad de inventar una política exterior dinámica, una diplomacia realista y ambiciosa, sin dogmatismo, que permite hablar con quién sea, siempre y cuando sea útil para Francia, Europa, el mundo: los ayatolas iraníes, los emires y príncipes árabes, Recep Erdogan, Vladimir Putin, Xi Jin Ping, Donald Trump…

Investigador del CIDE

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