Mientras se analiza en la Suprema Corte de Justicia de la Nación la viabilidad de la Ley de Seguridad Interior, al menos desde octubre pasado, mes con mes se superan, para muy mal, los índices de homicidios dolosos relacionados al entorno criminal. Al mismo tiempo, la Secretaría de Gobernación anuncia un nuevo programa para contener y someter a la delincuencia organizada en por lo menos siete importantes ciudades, distribuidas en los estados de la República en donde el proceso de descomposición de los sistemas sociales es una incuestionable realidad.

En esta ocasión y hasta donde he consultado en los archivos y documentación especializada, se trata de la mayor movilización en la actual administración, de integrantes de la Policía Federal y de la Procuraduría General de la República —las dependencias dieron a conocer que son 5 mil y que no cuentan con el respaldo fundamental de las Fuerzas Armadas—. No hay duda de que en el criterio de tan relevante decisión, la carencia de un indispensable recurso jurídico como la Ley de Seguridad Interior desempeñó un papel fundamental. Pero eso no sólo es un indicador de contención o verdadera regulación para seguir empleando a los militares en labores de Seguridad Pública, se trata también, en los hechos, de la carencia de procesos de evaluación y ajuste en las políticas y programas federales en la materia.

Al menos desde el sexenio de Ernesto Zedillo, la propensión a crear y desaparecer instituciones, leyes, estructuras burocráticas, aumentar o sumprimir presupuestos, ha sido la norma y no la excepción. Mientras tanto, las actividades del crimen organizado crecen para mal, se extienden por el país y la sociedad padece un lógico y explicable miedo.

Ciudad Juárez, Tijuana, Tecomán y Acapulco son algunos de los municipios que contarán con la llegada y apoyo de cientos de integrantes de las fuerzas federales. Casos como ciudad Juárez, que de una forma consistente venía recuperando las condiciones de paz pública, ahora vuelve a ser noticia, debido al recrudecimiento de la guerra abierta entre bandas delictivas y pandillas. No es un asunto de partidos políticos. Se trata, con toda claridad, de la incapacidad por parte de las autoridades municipales, estatales y federales de articular (dejémos, por favor, el mantra de la coordinación) medidas efectivas, continuas y que se enfoquen a la prevención.

Desde hace años se ha persistido en confrontar los efectos de la delincuencia. Desde luego que estos ameritan una contundente respuesta por parte del Estado, no hay duda. Pero, de manera simultánea, debieron atenderse las condiciones estructurales que favorecen a la actividad criminal. A la corrupción e impunidad, debemos adicionar la catástrofe que ha significado el nuevo Sistema Penal Acusatorio. En esas condiciones, completamos un cuadro que al cierre del sexenio y con estadísticas en la mano, no tiene precedentes en lo que se refiere al clima de zozobra que agobia al país.

La heterogeneidad de los municipios seleccionados para el fuerte despliegue policiaco, nos remite, sin sobra de duda, a que el enraizamiento de las actividades criminales no puede y no debe confrontarse vía la aplicación de la fuerza física del Estado. La gran e inexplicable ausencia de las políticas y programas de prevención del delito, aunque menos espectaculares, sus resultados serán a largo plazo. La recurrencia de medidas consistentes en reestructurar los sistemas sociales deben partir de un análisis detallado de lo que en varias partes del mundo se le conoce como socio-inteligencia.

No pueden aplicarse las mismas e idénticas medidas a municipios tan diferentes como Acapulco y Tijuana, por ejemplo. Cada uno encierra especificidades. De allí que, de persistir en una sola receta, no podemos esperar más que resultados análogos. A pesar de la proximidad del fin del sexenio, dejar sólidas bases para el siguiente gobierno —sin importar quién gane—, en materia de recuperación de la paz y la seguridad debe ser la más absoluta y primera responsabilidad. Seguir postergando la inclusión de las políticas y programas de prevención del delito abona, al mismo tiempo, a persistir por la ruta de la contención y confrontación y nadie puede argumentar de manera coherente que las cosas en materia de Seguridad Pública han mejorado.

Por eso hay que insistir en la necesidad para aprobar la Ley de Seguridad. Es un recurso legal que abona certidumbre jurídica y respaldo a las autoridades locales. Sería un buen paso.

javierolivaposada@gmail.com
@JOPso

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