En “La voz pública de las mujeres” la escritora Mary Beard hace un recuento del rol silencioso que se ha impuesto públicamente a las mujeres en la tradición grecolatina. Beard identifica dos excepciones a este mutismo: la voz que se da a las mujeres víctimas y mártires y la voz de las mujeres que hablan para defender a otros. En este recuento la capacidad de pronunciar ideas y pensamientos se identifica como un atributo exclusivamente masculino. Las mujeres que salían de este esquema eran descritas con alusiones ofensivas que ponían en duda su feminidad. Los remanentes de ese pensamiento perduran hasta nuestros días, momento en el que se siguen instaurando zonas de silencio a nuestra palabra y a nuestras inquietudes, tanto en la esfera pública como en la privada. La falta de referentes de voces públicas femeninas hizo que la decisión del Concejo Indígena de Gobierno de escoger a una mujer como vocera se recibiera como un llamado a terminar con este mutismo. Durante el conversatorio “Miradas, escuchas y palabras. ¿Prohibido Pensar?” que tuvo lugar del 15 al 25 de abril en San Cristóbal de las Casas, Marichuy narró lo que escuchó en su recorrido por el país: los despojos que le contaron, los miedos y tristezas de otros que fue encontrando.

En el conversatorio, las voces de mujeres que compartían los problemas ajenos y los propios formularon una petición por cambiar la narrativa tradicional. No sólo basta con tener espacios para compartir públicamente si no se escucha al otro, si al final acaban imperando los discursos acaparadores de voces y perspectivas masculinas. Lupita Vázquez Luna, sobreviviente de la matanza de Acteal, contó sobre la incomodidad que sintió al hablar en un evento público. Incomodidad al experimentar en carne propia ese lugar tradicionalmente masculino, donde se habla para que los demás escuchen en silencio. Como cuenta Lupita, nosotras no queremos hablar para imponer nuestra perspectiva, lo que queremos no es caminar por delante de los hombres, lo que queremos es compartir el rumbo y la palabra.

En el país están instaurándose campos de silencio en los que impera la muerte. Lugares donde la voz de sus residentes no logra alcanzar la superficie de la atención mediática. Zonas donde los periodistas no pueden reportar las matanzas ocurridas y donde los que lo intentan, luchan por idear una estrategia de comunicación en la que una desaparición más, un asesinato más, una fosa más, logren ser noticia. Cuando la periodista Marcela Turati llegó a San Fernando, Tamaulipas, para cubrir el hallazgo de fosas clandestinas, una mujer la increpó sobre la tardanza en llegar: “parecía que hablábamos desde abajo del mar”, sus reclamos sobre las matanzas que ocurrían habían sido ignorados durante años. Ignorar los reclamos de cualquier grupo permite que estos reclamos, despojos y matanzas sigan imperando.

Las voces de las mujeres que escuché en el conversatorio invitaban a cambiar los esquemas bajo los que nos relacionamos, a romper la tensión superficial del agua que enmudece nuestra perspectiva. Retomando a Beard, nuestra voz sigue siendo pública cuando se habla de nuestras violaciones o de los sufrimientos ajenos. En lugar de propiciar el protagonismo y la imperiosa necesidad por contar una historia personal, perdura el anhelo por compartir y entablar un diálogo. Retomando las palabras de Lupita: “Yo no quiero ser como un hombre. Yo no quiero ser igual a él. No quiero participar como uno más de ellos. En esta lucha nos necesitamos todos”.

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