En días pasados el tema Tlatlaya, aún presente en la memoria colectiva, resurgió nuevamente ante el fallo de un juez federal de distrito que concedió un amparo a Clara Gómez, sobreviviente del cuestionado operativo, y madre de Erika de catorce años, quien perdió la vida en el mismo junto con veintiún personas más.

De este operativo militar, del que aún se cuestiona si hubo ejecuciones extrajudiciales de los presuntos delincuentes en 2014, a la fecha no hay persona alguna consignada por falta de pruebas. Clara interpuso un amparo en contra de la Procuraduría General de la República (PGR) y de la Agencia del Ministerio Público responsable del caso, por considerar que la investigación fue deficiente y, en consecuencia, violentaban su derecho a la verdad, argumentos que el juez consideró procedentes.

En otro contexto, pero en el mismo sentido, se pronunció hace unos días el Ombudsperson nacional de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Luis Raúl González, al señalar que el Estado mexicano tiene una deuda pendiente con las víctimas, ya que la impunidad no les ha garantizado acceder a la verdad, a la justicia, y a la reparación a que tienen derecho.

Ambos pronunciamientos son coincidentes con lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos destaca, al señalar que ninguna medida que se adopte en materia de justicia puede devenir en la ausencia total de investigación de ningún caso de violaciones de Derechos Humanos, y que el derecho a la verdad no puede ser coartado, ni con medidas legislativas como la expedición de leyes de amnistía. La Corte Interamericana ha señalado que en esos casos, la obligación de investigar no puede desecharse o condicionarse por actos o disposiciones normativas internas de ninguna índole.

Como puede apreciarse, todas las interpretaciones destacan la obligación de garantizar a las víctimas y sus familiares el acceso a la información acerca de las circunstancias que rodearon las violaciones graves de los derechos humanos de las víctimas, ya que constituye una forma de reparación, al reconocer a aquéllas el valor como personas en tanto individuos y titulares de derechos. Más aún, el derecho a ser informado sobre lo sucedido y de acceder a la información también incluye a la sociedad, ya que la garantía del derecho a la verdad de los acontecimientos tiene una dimensión individual y colectiva.

De ahí la importancia de los foros por la pacificación y reconciliación nacional que promovió y recién inició el equipo de López Obrador. Más allá del beneplácito que debe traer consigo la alternancia política aceptada por todos los contendientes, debiera congratularnos de igual forma que ésta no se ha dado en los niveles de violencia que caracterizaron al proceso electoral.

Diversos cuestionamientos han surgido respecto al método, los alcances y objetivos. Incluso análisis comparados de procesos de pacificación como el de Colombia se han incorporado para evidenciar las diferencias de cada país. Bienvenidos todos, y sin duda amplían la visión y enriquecen el debate. Lo que no se puede minimizar ni despreciar es la voluntad política que por primera vez irrumpe para colocar en la agenda gubernamental como prioritaria, tan titánica y compleja tarea.

Si el mecanismo debe ser una Comisión Nacional de la Verdad, que articule esfuerzos para la construcción y preservación de la memoria histórica, que esclarezca hechos y determine responsabilidades para llevar a juicio a perpetradores de violaciones de derechos humanos, y garantice al mismo tiempo a las víctimas el derecho a la verdad, pues ha trabajar todos en dicho proyecto.

La voluntad es el inicio de todo y ha estado ausente en los gobiernos los últimos años, por lo menos en colocar el tema de protección de derechos humanos como detonante y no acompañante de la acción gubernamental, y uno de los obligados ejes de las políticas públicas que urge instrumentarse.

Pero no sólo la autoridad ha estado ausente, la política no es el único segmento de la multifacética sociedad mexicana aquejada de la insensibilidad moral. Ya lo decía Zygmunt Bauman: “El mal no se limita a la guerra o a las ideologías totalitarias. Se revela con mayor frecuencia en la ausencia de reacción ante el sufrimiento de otro, al negarse a comprender a los demás, en la insensibilidad y en los ojos apartados de una silenciosa mirada ética”.

Quizá esa ceguera moral, esa forma invisible de maldad que explora Bauman, nos contagió a todos, sin querer reconocerlo. Esa ceguera o maldad invisible, quizá nos permita sobrevivir, pero no cambiará nuestra circunstancia y no mejorará nuestra humanidad. La reconciliación no sólo debe ser social, sino con nosotros mismos. En este esfuerzo de renovación moral todos debemos formar parte, si es auténtica la aspiración de alcanzar la paz, la cual cometimos el error de darla por sentada.

Analista. @Biarritz3

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