El conglomerado de grupos, organizaciones, movimientos y partidos que personifica el populismo “de izquierda”, usurpa esta denominación histórica de ancestros de los que es bastarda. Cuando lo hace, legitima otras modalidades de supresión de la democracia. El populismo no tiene nada que ofrecer, más que destrucción, cuando ocupa el gobierno. En el dominio de los sistemas autoritarios y dictatoriales, las izquierdas de avanzada se unieron a las luchas por la instauración de sistemas democráticos de gobierno. En ese esfuerzo concurrieron con liberales, demócrata-cristianos, social-cristianos, defensores de los derechos humanos y nacionalistas democráticos. Esas coaliciones que llevaron a la institucionalización de las democracias representativas contemporáneas consiguieron la simpatía abrumadora de la opinión pública y de todos aquellos que veían coartadas sus libertades y derechos por el autoritarismo o la dictadura.

No obstante, una cosa fue luchar por la democracia y otra asumir la responsabilidad de gobernar. Al hacerse efectivas las democracias competitivas, las coaliciones que las originaron se fragmentaron para competir entre sus componentes por gobernar con diferentes programas, síntesis de preferencias y prioridades de distintos grupos sociales. Así, se reprodujo la diferenciación derecha-centro-izquierda y en cada una de ellas, los distintos grupos e intereses definieron contornos muy distintos. Aunque en cada experiencia nacional se expresaron de modo diferente, lo cierto es que, en casi todos los casos, la lucha por el poder político incluyó jerarquías de valores irreconciliables con respecto de lo que debería buscarse como finalidades primordiales para el “bien” de la sociedad. A pesar de las estrategias para hacer parecer que hay concordancias básicas entre todos los jugadores, cada “partido” persiguió (y persigue) resultados de suma cero respecto de otros grupos sociales. En el caso estadounidense de hoy aparece con toda claridad: el populismo trumpista que se ha tragado a buena parte del Partido Republicano y la ultraderecha nacionalista blanca, pretende someter a sus oponentes a la supremacía de sus principios y valores. No hay cabida para ningún otro punto de vista. Se trata de borrar la esencia misma de la política democrática, la imposibilidad de la eliminación del otro, con la homogeneidad totalitaria.

Si el ejemplo mayúsculo es el populismo de derecha en Estados Unidos, sus hermanos gemelos en la izquierda pecan de lo mismo: la eliminación del contrario como política de Estado. El caso Chávez-Maduro y el de Ortega-Murillo en Nicaragua son los buques insignia de la misma aberración, y el fracaso del petismo en Brasil para gobernar y, al mismo tiempo, robustecer la democracia “formal”, engendró al Bolsonaro que hoy nos anuncia la revancha.

En Estados Unidos la democracia es un sistema viejo. No lo es ni en la Europa ex comunista ni en la América Latina, donde los nuevos populismos han encontrado mayor acogida. En el primero, la convicción democrática (y demócrata) es hasta ahora mayoritaria, si nos atenemos a los votos y, a pesar de la obsolescencia de muchas instituciones políticas, es más probable que la democracia constitucional sobreviva ahí que en las segundas, donde las tradiciones democráticas son tan cortas como la mecha autoritaria.

La izquierda no entendió, ni entiende, que la desigualdad y la injusticia se combaten desde la democracia representativa, no en su contra. Ese es el futuro, si lo hay. No ha comprendido que al destruirla o menospreciarla cava su propia tumba. En lugar de convencer de que hay que hacer política democrática, dialogar y debatir, proponer e innovar, ha preferido tirar al niño junto al agua sucia de la bañera. Hoy por hoy, no hay ninguna oferta creíble de izquierda al margen o contra la democracia liberal. Cuando se entrega al populismo se anula e inmola a sus seguidores en el espejismo del prejuicio y la ignorancia.

Académico en la UNAM. @pacovaldesu

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