Hay un colapso casi generalizado de la relación entre actitudes e instituciones. Es un colapso moral y político. A medida que se construyen “nuevas” instituciones, viejas prácticas se reacomodan en ellas, neutralizan su “novedad” y las capturan. Pongamos un par de ejemplos. La proliferación del delito, desde ladrones y secuestradores improvisados hasta profesionales del crimen organizado revelan una falla moral de grandes repercusiones: las leyes y el Estado de derecho les tienen sin cuidado. Otro: la metástasis del cáncer de la corrupción es incomprensible sin esa misma dosis de derrumbe moral que implica la certeza de muchos (ya demasiados) de salirse con la suya depredando los recursos públicos o haciendo todas las trampas imaginables para conseguir ganancias con efectos de perjuicio colectivo. Igualmente, el derecho y el Estado les importan un comino. Y así, podríamos ejemplificar en cualquiera de los sistemas institucionales del Estado. El cáncer no se cura con aspirinas. Si la metástasis proviene de adentro infectará los remedios superficiales. Hay que ir al fondo, y en el fondo están la inoperancia del régimen y la corrosión del Estado.

Desde antes de arribar a un sistema electoral democrático, o sea desde finales de los años ochenta del siglo pasado para ser preciso, era evidente el desajuste de las instituciones constitucionales con la realidad de la sociedad mexicana. Urgía convertir a la política en un medio de acción al alcance de todos y no únicamente del grupo privilegiado que marginaba a todos los demás. Así se logró la equidad en la contienda. Esta equidad demolió uno de los pilares del sistema autoritario y produjo alternancias donde la única opción había sido el monopolio. Pero también afectó intereses poderosos que se agazaparon en los pliegues residuales del sistema. La decisión de no reformar el Estado luego de la alternancia dejó estos espacios en control de los viejos autócratas y de los recién llegados aspirantes. Esos “pliegues” mostraron un gran potencial para el oportunismo político y la depredación, si bien ya eran inútiles para lo que fueron ideados: el control político. La Federación es, quizás, uno de los monumentos mayores del derrumbe moral y político del sistema autoritario: sigue navegando pero no tiene piloto; se le trepan toda clase de alimañas (y de todos los grupos) que amasan fortunas ilícitas, desvían recursos y se saltan la Constitución y las leyes sin temer las consecuencias, por la sencilla razón de que la probabilidad de sanciones es muy remota y depende, en última instancia, de arreglos políticos e intercambio de favores.

Las instituciones del régimen político son disfuncionales y contradictorias pues no cumplen su finalidad: evitar y castigar conductas ilícitas; realizar los valores que dan sentido a la Constitución política; garantizar la integridad de la dignidad de las personas, y hacer posible el más amplio horizonte de ejercicio de la libertad. Hace tres décadas por lo menos que se ha demostrado la quiebra del régimen y los representantes electos por la ciudadanía no han hecho honor a esta idea. Por el contrario, han provocado la repulsión por la política, que es otro síntoma del cáncer.

Así, el Estado se degrada. Cada vez es menos representativo de un acuerdo político verdaderamente compartido por los mexicanos. El disimulo sobre esta degradación carcome a la política como ejercicio de representación y discusión para gobernar. Su lugar ha sido ocupado por la politiquería y la inmunda vulgarización de los “mensajes” políticos, que de mensajes no tienen absolutamente nada. Sean quienes sean electos para la próxima legislatura y la Presidencia se darán de bruces con esta realidad. La verdadera prueba de sus tamaños será la honradez para reconocer y atacar este problema que aqueja al corazón y al cerebro de la república.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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