Para que salieran huyendo 800 familias no hubo necesidad de tirar algún disparo. No, los delincuentes utilizaron el miedo de los propios pobladores: dejaron una cartulina en la iglesia de la comunidad de Ahuihuiyuco, Chilapa, con una advertencia: si en dos días no dejaban sus casas las quemarían.

Para cuando se cumplió el plazo, todas las casas en Ahuihuiyuco y en las localidades vecinas de Tepozcuautla y Tetitlán de la Lima estaban vacías. Ahora, 11 días después, el miedo continúa; los pobladores no regresan y los militares vigilan pueblos semivacíos.

La amenaza. El miércoles 7 de junio, en la capilla en honor a la virgen de Guadalupe en Ahuihuiyuco, dejaron una cartulina con un mensaje. “Tienen hasta las 9 de la mañana de viernes para irse, si no quemaremos sus casas”, decía el letrero. Todos en el pueblo tomaron en serio la advertencia, tenían muchas razones para hacerlo.

De inmediato, muchos tomaron algunas de sus pertenencias y emprendieron la huída. El rumor comenzó a regarse entre los demás habitantes hasta llegar a los pueblos vecinos, Tepozcuautla y Tetitlán de la Lima. Unos ni siquiera vieron el mensaje y otros supieron hasta después de la huída.

Los pobladores de las tres comunidades tenían muchas razones para dejar sus casas sin titubear. Desde 2015 la violencia y la muerte asomó su cara en estos pueblos.

El grupo criminal Los Ardillos comenzó una cacería en contra de la familia de Silvestre Carreto González, el ex secretario de Seguridad Pública de Chilapa. Un año antes, en 2014, a Carreto González lo cesaron como jefe policiaco por no ser confiable y por estar señalado de poner a la policía al servicio de la banda Los Rojos. Al mando policiaco le han asesinado a nueve familiares —entres niños, mujeres y hombres— y cinco más están desaparecidos.

Desde 2014 también comenzó un éxodo sigiloso y la muerte y la desaparición se enraizaron. Sin embargo, ese viernes 9 de junio se dio el desplazamiento más grande en esa región. En la entrada de Ahuihuiyuco está un grupo de militares vigilando, pero dentro encontrar a un poblador es casi imposible.

En la primaria Narciso Mendoza y en la telesecundaria Cuauhtémoc no hay profesores ni estudiantes. En el Centro de Salud no hay médicos, ni enfermeras, menos pacientes.

En las calles los únicos transeúntes son los perros y uno que otro pollo. En la iglesia nadie reza. En los campos las milpas apenas se asoman, sin que haya un campesino que las cuide. Ahora en estas tres comunidades sus comisarías y sus canchas se han convertido en campamentos militares.

El director de Centro de Defensa de los Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, Manuel Olivares Hernández, le pone número al terror: en los últimos meses unas 30 personas han desaparecido. Mientras, los desplazados están en la incertidumbre: no tienen la confianza para regresar, pero tampoco la posibilidad de rehacer sus vidas en otra parte.

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