Su cara y su cuerpo coinciden con su edad: una niña de 13 años. Priscila, apenada y con la cabeza gacha, deja escuchar su pequeña voz a la secretaria de la Defensoría de Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca (DDHPO) en Juchitán, mientras detalla su desaparición por 13 días; su relación con Jacinto, de 25 años; su abandono en un hotel y la forma en que la sacaron de la selva, su hogar.

La noche del 6 febrero Jacinto la esperaba detrás de su casa de madera, ubicada al fondo del solar familiar en San Antonio Nuevo Paraíso, comunidad oaxaqueña enclavada en el corazón de la selva de Los Chimalapas, en la línea divisoria que tiene Oaxaca con Uxpanapan, Veracruz.

Un día antes Jacinto Vásquez bajó de su comunidad El Luchador —localizado a una hora en mula— para ser el padrino de primera comunión de la mejor amiga de Priscila; ese día prometió llevársela del pueblo, le aconsejó no cargar nada para que nadie se diera cuenta de su ausencia y ella obedeció.

Recorrieron a pie los 14 kilómetros de camino selvático, recién trazado por el abuelo de la pequeña, León Caballero, que construyó con maquinaria pesada durante un año con los hombres de San Antonio para tener mejor comunicación entre Veracruz y Oaxaca.

Tras dos horas de camino, alumbrándose sólo con linternas, un vehículo los esperaba: dos hermanos de Jacinto estaban listos para concretar el rapto, esa costumbre con fines amorosos y matrimoniales aún arraigada en comunidades indígenas del Istmo de Tehuantepec.

Pero en vez de llevarla con sus padres, al hogar familiar, como también se acostumbra, Jacinto la escondió en un rancho abandonado y en la mañana se la llevó hacia Jaltipan, Veracruz, a casa de otro de sus hermanos. Allí la mantuvo por 10 días como su mujer. Tuvieron que pasar 13 días para que Priscila apareciera en un hotel de Palomares, Oaxaca, sin Jacinto y asustada.

Sus padres, Leonor Caballero y Refugio Ramírez se movilizaron desde la noche que desapareció: la buscaron tanto en los pueblos cercanos como en los de Veracruz.

No pasó un solo día en que no se presentaran ante la fiscalía estatal y ante el Ministerio Público de Matías Romero y Palomares para exigir la agilización de la búsqueda de Priscila. Las autoridades de Palomares buscaron solucionar el problema y, en tono de broma, les sugirieron a Leonor y Refugio aceptar botanas y cervezas de parte del joven, como es normal en los casos de rapto con fines matrimoniales, pues según ellos, la menor se fue por su propia voluntad y mantenía un noviazgo con Jacinto.

“Nos dijeron los agentes que lo arregláramos bien. Que ella tal vez se fue por su voluntad. Que la costumbre del pueblo es que llevan comida y cerveza y se arregla, que allí queda todo, porque ‘si la llevamos, se va a volver a regresar’”, denunció la madre ante la DDHPO.

Esta actitud obligó a la familia a buscar el apoyo del Comité Nacional para la Defensa y Conservación de Los Chimalapas y Maderas del Pueblo, quienes comenzaron a presionar al evidenciar a los elementos de la fiscalía, obligándolos a realizar las investigaciones después de una semana de completa omisión.

Castigo

Don León conoce cada recoveco de los casi 30 kilómetros de camino que llevan de San Antonio Nuevo Paraíso —agencia de Santa María Chimalapas—, en Oaxaca, al Poblado 10, en Veracruz. Su nieta Priscila recorrió la mitad de ese tramo cuando Jacinto la raptó.

“Ese cabrón sacó a mi niña. No sé ni cómo la convenció. Ella es muy seria. Yo creo que él la engañó. Ella es una niña, él ya está entrado en años. Queremos que se le castigue porque ella no tiene conciencia aún para tomar ese tipo de decisiones, para que no vuelva a engañar a otras niñas”, indica el anciano de 65 años mientras conduce a miembros del comité hacia su casa.

Don León es de ideas claras, por eso, indignado, emprendió junto con su hija y su yerno la búsqueda de su nieta; se rumora que es un ex guerrillero que anduvo con Lucio Cabañas. Él ni lo afirma ni lo niega, sólo sonríe.

La presión que ejerció obligó a los agentes ministeriales a llegar a San Antonio a investigar los hechos una semana después de la desaparición; don León los recibió y les dio de comer.

“Aquí en mi cocina se sentaron y comieron. El agente que dijo que se arreglaran con cervezas y botanas comió allí. No dijo nada, sólo miraba. Llegaron, preguntaron y se fueron, lo hicieron de mala gana porque los obligaron”, describe molesta la abuela Severa García, una de las férreas defensoras del territorio selvático de Los Chimalapas junto con su marido.

A 30 metros de la casa de los abuelos está la casa de Priscila, cerrada desde que se la llevaron. En lo alto del pueblo, que no tiene más de 50 viviendas de madera, está la secundaria donde asistía, cursaba el segundo grado.

“Es una niña aplicada. Casi no hablaba. Yo conozco a mis alumnos, pero no estaba enterada que tenía novio, menos al tal Jacinto. En el pueblo dicen que no es normal que se roben a las niñas tan chiquitas, es un caso raro en el pueblo”, comenta la maestra Valeria.

El rapto alteró por unos días la tranquilidad en San Antonio, pues no es común que niñas desaparezcan de este pueblo, considerado uno de los guardianes de la selva de Los Chimalapas, después de la selva Lacandona, una de las dos mayores zonas de diversidad biológica en México.

El robo de menores como enganche

El rapto de niñas en comunidades indígenas con fines matrimoniales las pone en un contexto de riesgo, ya que través del enamoramiento pueden ser víctimas de trata de personas, opina la consultora independiente en temas de género y justicia, Mayra López Pineda.

Esta forma de rapto les puede llegar a negar ciertos derechos: a la educación, a la salud, a la integridad personal y al desarrollo.

“Los organismos internacionales, como la ONU y la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, han establecido que las niñas y mujeres indígenas son más vulnerables a ser víctimas de trata, sobre todo en la modalidad de explotación sexual, prostitución forzada e incluso servidumbre; al tratarse de menores, están en un situación de alta vulnerabilidad”, explica.

Para reparar este tipo de acciones, dijo, las autoridades deben de obligar al responsable a brindar la atención sicológica, médica y buscar la reintegración en el núcleo social de la comunidad, que se trabaje de manera coordinada entre la justicia formal y la comunitaria.

Migue Ángel García Aguirre, representante del comité a nivel regional, dice que es preocupante la situación de las niñas indígenas del sureste mexicano al considerar que son vulnerables en cuatro niveles: por ser pobres, mujeres, indígenas y por ser menores.

Considera que cuando las menores son rescatadas y devueltas a sus familia, como Priscila, quedan estigmatizadas de por vida, y son discriminadas incluso por su propia comunidad.

El regreso

A Priscila no la rescató la fiscalía; llegó sola y asustada al Ministerio Público de Palomares el 18 de febrero. La hermana de Jacinto le dio dinero y la dejó en un hotel. Le dijeron que buscara al otro día a las autoridades para retirar la denuncia contra el raptor. Le ofrecieron que si quería regresar con ellos, les hablara por teléfono.

La niña buscó a los agentes de Palomares el domingo 19 y éstos la transfirieron a la fiscalía que lleva el caso, para luego llevarla al Ministerio Público de Matías Romero; después de interrogarla por dos horas —sin sus padres—, fue revisada por un médico, pero ningún sicólogo.

Los padres solicitaron de nuevo apoyo a la DDHPO para que se castigue tanto a las autoridades de la fiscalía de Matías Romero y Palomares, por actuar con negligencia en el caso, como a Jacinto y sus familiares por el rapto.

Priscila aún no recorre el camino que su abuelo construyó y no la han reintegrado al pueblo. Las organizaciones que atienden el caso la ayudan a entender su situación y a olvidar los 13 días lejos de su casa, la selva.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses