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Villa de Guadalupe.— Don Crescencio Ibarra y Ana Elda García son padres de cuatro jóvenes: Beberly, de 20 años, Giovanni de 18, Alen de 17, y Rubí, quien cumplió 15 años en agosto, pero fue hasta diciembre que se realizó su celebración.

Los Ibarra García viven en La Joya, un diminuto pueblo de unas 30 viviendas semiocultas entre cactus y árboles de hojas secas. Aquí los rayos del sol son inclementes: dejan caer su peso y hacen que el cuerpo se atolondre. La tierra, fina y grisácea, se mete entre los cabellos y los reseca, hasta convertirlos en algo similar al zacate.

La comunidad tiene menos de 200 habitantes. En las noches dominan las tinieblas y el viento gélido, a unas dos horas y media de San Luis Potosí capital, en pleno semidesierto.

El pasado lunes, este pueblo recibió a unas 60 mil per sonas que llegaron de las localidades vecinas, de entidades del norte y sur del país, así como de Estados Unidos.

La tarde se convirtió en una peregrinación a bordo de camionetas de lujo o de carcachas con el cofre atado con mecates; los visitantes forman filas kilométricas para acceder a la localidad. “Venimos a la gorra, al principio pensamos que era broma, un rumor, pero nos convencimos cuando medios de información serios comenzaron a cubrir el evento”, platica Mary, de Alterados, Ecatepec, quien llegó a la fiesta tras 10 horas en moto.

Dentro de los vehículos, las botellas de licor, las hieleras repletas de cerveza y la música de banda hacen la espera soportable; es más, “ni se siente”, dice una treinteañera, quien lleva la mitad del cuerpo fuera del vehículo y grita con voz pastosa a sus vecinos de carros aledaños: “No te quejes, vengo de Saltillo y no pasa nada”.

“Se nos hizo tarde para llegar a La Chiva porque entrando a San Luis se nos terminó la gasolina y tuvimos que hacer una cola como de 50 carros”, dice doña Rosa, quien camina con una botella de tequila en mano, seguida de cinco adultos, su esposo e hijos. “Venimos de Texas, estamos muy contentos”.

A un grupo de jóvenes que viajaron desde la Ciudad de México su navegador los traicionó y los llevó a La Joya, pero de Matehuala, colindante con Villa de Guadalupe. “No sabíamos que cada municipio tiene su joya”, dijeron.

Del rancho de La Joya a Laguna Seca, donde se realizaron La Chiva y el baile, son cerca de 16 kilómetros de una angosta carretera de un carril por sentido. Ambos extremos de terracería en pendiente se convirtieron en un estacionamiento que alcanzó 10 kilómetros. Así, quienes llegaron después de las 18:00 horas tuvieron que caminar unos cinco kilómetros de terreno pedregoso.

Para quienes gustan de la música de banda y la cerveza fría, el vía crucis se compensó: más de 100 músicos se die ron cita en el lugar, y si alguien llegó puntual fueron las cerveceras. Los invitados bailaron hasta la madrugada.

Chicanos que van y vienen. “Crescencio Ibarra y sus hermanos tienen la costumbre de llevar a sus mujeres a Estados Unidos cuando van a dar a luz, para que los chamacos tengan la doble nacionalidad”, platica don Juan, quien vive en Charcas, el municipio más antiguo de San Luis Potosí.

Sentado en una pequeña caseta, en una orilla del terreno de 25 hectáreas de pasto quemado conocido como Arroyo Seco, el hombre de unos 65 años comenta que se dedica a criar chivas, como muchos aquí. “De qué más, aquí es eso: ser agavero o irte para el otro lado”. Vino a Villa de Guadalupe para ver la carrera de caballos conocida como La Chiva. No entiende de redes sociales, pero escuchó que todo mundo quería venir a los XV de Rubí.

Para don Juan, como para miles de personas que se dieron cita en La Joya, Crescencio Ibarra, su hija Rubí, su esposa Ana Elda García y La Chiva son ya unas estrellas.

Crescencio tiene 10 hermanos y cinco hermanas. En la familia, la mayoría de los hombres, con sus hijos y nietos, son chicanos, son paisanos. Desde la adolescencia se van a Estados Unidos a trabajar. “Partimos, pero nuestro corazón se queda en México, en San Luis Potosí, en los ranchos donde están nuestros padres”, escribió uno de los hermanos de Rubí en Facebook.

Dos o tres veces al año, a bordo de sus trocas de modelos recientes, los Ibarra dejan Texas, Washington, Luisiana o cualquier otra ciudad estadounidense para venir a Villa de Guadalupe, calificado por la asociación Acción Ciudadana Frente a la Pobreza, como un municipio de rezago social alto.

La ciudad agavera, de unos 10 mil habitantes, la integran 76 localidades. Aquí los hombres visten jeans, camisa vaquera y sombrero texano de copa alta y ala ancha. Para facilitar el ingreso a sus pueblos o como una señal de estatus, se trasladan en trocas, escuchando música de banda. Las mujeres tienen más arraigo a su tierra, se dedican al hogar, trabajan o estudian.

La celebración. La fiesta para los miles de invitados que no son familia de Rubí comenzó desde que agarraron camino a La Joya. No así para la quinceañera, quien durante la misa sufrió apretujones y en la comida, sentada en un extremo de la mesa principal, meneaba la cabeza de un lado a otro mientras su padre atendía a las autoridades. Sus ojos oscuros observan con curiosidad y sobresalto a la muchedumbre que peleaba un lugar cerca de ella.

Para su familia, la fiesta también se iba convirtiendo en un calvario. Ana Elda, la madre, sonríe poco. “Anda de cara larga”, critica una mujer del pueblo. Giovanni y Alen, hermanos de la festejada, son esquivos y altaneros, no quieren dar entrevistas ni opinar. Quien mejor dimensiona la situación es Beberly, pizpireta y de respuesta pronta. Ella, regidora del municipio, organiza a sus primos y meseros para formar una valla y proteger a su hermana.

Para la misa y la comida, Rubí prefirió un vestido con motivos ténak y huastecos diseñados por su paisana, Verónica Hernández Castro. Beberly cuenta que la niña lo prefirió sobre otros cuatro confeccionados por diseñadores mexicanos y extranjeros.

Según Wikipedia, Villa de Guadalupe ha sido cuna de cuatro grandes personajes: Teodoro Torres Flores (1981-1944), autor de siete libros, periodista, fundador de la primera escuela de Periodismo en México; José Jayme Jayme (1918-1949) y Alipio Pipo Castillo, escritores. La cuarta es Rubí, la quinceañera, y sólo tuvo que mirar a la cámara 46 segundos, con el esfuerzo de 30 parpadeos y el esbozo de una sonrisa. Ya es contada entre los notables de La Joya y su nombre cruzó fronteras.

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