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Alicia Blanco alcanzó a ver cómo uno de los sicarios detonaba los últimos tres tiros contra su esposo. ¡Pum, pum, pum! El sonido fue seco y vacío, como la soledad de esa noche. Pedro Tamayo cayó malherido al piso y la sangre brotó.
Uno de los tiradores caminó hacia la calle, alardeó, levantó el arma de fuego en lo más alto. Iba fuera de sí, bailando, cantando, como si la adrenalina o algo más lo mantuvieran en un éxtasis constante. Salió de su euforia hasta que en la esquina de la calle se encendieron unas luces de una patrulla de la Policía Estatal.
José Adrián, hijo del reportero que yacía en el piso agonizando, salió corriendo a la vía, desesperado gritó a los policías. Veía cómo los tiradores se dirigían con toda calma al vehículo utilizado para perpetrar el ataque en pleno centro de la ciudad de Tierra Blanca.
-¡Deténganlos, fueron ellos! -gritó con todas sus fuerzas- ¡Mataron a mi papá!
Los oficiales de la Secretaría de Seguridad Pública Estatal bajaron de la camioneta oficial y llegaron a las puertas de La Jardinera, el negocio de hamburguesas que José Adrián había logrado instalar en la entrada de su casa gracias al apoyo de su padre, ese que seguía tumbado desangrándose y muriendo lentamente.
Los gritos de auxilio seguían fuera, pero en el interior Alicia intentaba abrazar a su compañero de vida, escuchar sus palabras, pero no podía. Uno de los agentes de la Policía Estatal la detuvo en seco… a unos cuantos centímetros del cuerpo.
Cortó cartucho.
-Si te acercas te disparo, sentenció.
La valiente mujer lo enfrentó. “Pues me vas a tener que matar hijo de tu pu…”, soltó desde lo más hondo de su ser. Como pudo, peleando y a jalones se zafó del policía para llegar a Pedro, ese reportero con años cubriendo la nota roja en una de las regiones con fuerte presencia de bandas de robo de hidrocarburo.
El pleito se vio interrumpido momentáneamente cuando José Adrián entró corriendo a la casa, descolgó las llaves, subió a la camioneta Ford Pick up en color azul cielo, la encendió y pisó a fondo el acelerador para dar alcance a los matones, esos que huían en un auto compacto color oscuro de forma lenta, muy lentamente, parsimoniosa.
El joven iba decidido a darles alcance y estrellarse contra los sicarios. Todo con tal de que no huyeran. Dobló hacia la derecha, se incorporó a un bulevar y alcanzó a divisar a los atacantes. Apretó hasta el fondo, sin miedo, sin remordimientos. La máquina retumbaba como si fuera a estallar.
Distinguió claramente cómo una patrulla de la Policía Estatal hizo cambio de luces a los asesinos, pensó que serían capturados, pero su esperanza se desvaneció a los segundos cuando la unidad oficial les dio el paso e inmediatamente se atravesó en la calle para impedir que siguiera.
Con la fuerza para tratar de capturar a los maleantes, regresó a su casa y gritó a los policías. “Persíganlos, Persíganlos”, les gritó.
Ninguna respuesta, sólo silencio.


“Cuida a los hijos”

Alicia consolaba a su esposo, con aquel que salía a reportear. Lo escuchó despacito. Oyó cuando le pidió que cuidara a sus hijos y a su nieto que está por venir, su adoración. Al oído le confesó otras cosas.
Ella siempre estaba a su lado, hasta en los peores momentos. Como cuando en enero, Pedro Tamayo decidió salir de su casa y huir hacia el vecino estado de Oaxaca. Temía por su vida y de sus familiares.
Años atrás había sido director del diario La Voz de Tierra Blanca, pero fue despedido por criticar al alcalde y después por problemas económicos el medio de comunicación cerró sus puertas. El empresario local, Francisco Navarrete Serna y su esposa, se acercaron a dialogar con él. Tenían la intención de revivir las páginas del periódico.
El proyecto se vio interrumpido cuando Pedro reporteó la detención de Navarrete Serna y se enteró que la Gendarmería Nacional, el grupo policial élite del gobierno federal, lo señaló de ser líder de plaza del Cártel Jalisco Nueva Generación. No sólo eso, era más grave.
Se responsabilizaba a su futuro socio de estar detrás del levantón, tortura, asesinato y desaparición de los restos de cinco jóvenes que habían sido detenidos, a principios del año, por policías estatales cuando pasaban por Tierra Blanca.
No sólo dieron muerte a los muchachos, sino que trituraron sus cuerpos y los arrojaron a un río cercano. El delegado de la policía estatal y siete oficiales más se encuentran en prisión por el delito de desaparición forzada.
Autoridades estatales y federales ingresaron a Pedro Tamayo al Programa Especial de Protección de Periodistas. Un año, al menos, debían estar escondidos. Toda la familia fue llevada, en principio, por 40 días a un lugar desconocido. Encerrados, sin poder salir “por seguridad”.
Los días pasaban y sin ver la luz, Pedro, un hombre regordete, bromista y alburero, bajó doce kilos sumido en la depresión. Ya ni bromeaba con los suyos. Su nuera, embarazada, sufrió de preeclampsia, una complicación médica que se asocia a la hipertensión.
“Ese encierro te vuelve loco”, dice Alicia.
Morían lentamente. Solos en un lugar ajeno, sin amigos y lejos de la tierra que los vio nacer. La familia se sentó a platicar largo y tendido. Vieron los pros y contras de salir de esa reclusión forzada.
“Nos quedamos aquí y te mueres aquí de depresión o tristeza o regresamos a tu tierra, no eres un delincuente no sé por qué andas huyendo”, le dijeron a Pedro.
De común acuerdo, regresaron el 8 de marzo. A las autoridades les aclararon que sólo renunciaban a la reubicación, porque no querían dejar su hogar, pero mantenían el protocolo de seguridad.
Agentes de la Policía del Estado los visitaban con frecuencia, preguntaban si todo iba bien y si no habían visto algo sospechoso. Comían gratuitamente las hamburguesas que José Adrián les invitaba en agradecimiento por cuidarlos. Si salían a algún rancho cercano, siempre iban acompañados por un operativo discreto de seguridad.
“Estábamos tranquilos y en paz”, recuerda la mujer.

“Pediste la ayuda sí o no”

“¡Apúrate loco!”, grita con voz de típico jarocho un policía estatal que utilizó su celular personal para llamar a los servicios de emergencia. La patrulla tenía las torretas encendidas.
La noche dejaba ver el paso esporádico de algunos vehículos particulares.
El oficial caminaba en medio de la calle… iba y venía, como cuando a alguien se le olvida algo en casa y da media vuelta. “Ya te dije”, gritaba: “Calle Morelos, Cinco de Mayo en Altamirano”.
“En la calle de Telmex”, insistía seguro. Como si hiciera su trabajo. “Pero corre, en corto”, insiste.
La conversación fue interrumpida por una mujer, familiar de los Tamayo. Al percatarse que estaban dando los datos erróneos una y otra vez, decide interrumpir, increpar al guardián del orden.
-No, no es de Telmex, es 5 de Mayo entre Morelos y Matamoros, ubícate bien en la dirección, da bien la dirección- exige.
José Adrián, también ahí, estalla de coraje. Recrimina, insulta, jalonea.
“Vi lo que estaban haciendo cabrones, vi que me interceptaron… sé lo que están haciendo”-grita.
Los oficiales dan vueltas como mininos encerrados. Toman sus celulares, mandan mensajes, hacen llamadas. Portan sus fusiles de asalto. Llevan uniformes y cascos. Las palabras de “Policía Estatal” brillan a cada paso de un auto con sus luces encendidas.
Y la mujer no los deja respirar:
-Ya pidieron el apoyo.
-En qué tiempo llegan.
-En qué tiempo llegan.
-Está la persona tirada.
-Pediste la ayuda sí o no.
Veinticinco minutos después del tiroteo, una unidad de Cruz Roja arribó al lugar.
“Se desangró por dentro, porque no tuvo la atención”, se queja Alicia.

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