Su rostro de angustia es evidente. En las puertas de la Clínica 36 del IMSS mira hacia todas partes y a ninguna a la vez.

Su nombre es Selene Velázquez, una mujer casada desde hace cuatro años con Marcos Antonio Gómez Martínez, un obrero que se alquiló con una de las empresas contratistas de la empresa Petróleos Mexicanos.

El reloj marca poco antes de las 11 de la mañana. El sol cala hondo, pero Selene, una mujer bajita, aguanta estoica en las calientes calles del puerto de Coatzacoalcos, aunque su rostro de vez en cuando se descompone.

“Desde ayer [miércoles] en la tarde no lo encuentro”, confiesa.

A las tres y media de la tarde de ese día se enteró de la explosión en el Complejo Petroquímico Pajaritos y desde ese momento no dejó de marcar al celular de su esposo.

No cesó ni un instante, hasta la una de la mañana cuando se quedó profundamente dormida en medio de la angustia y con el estómago vacío.

Su mamá está internada por males renales y ahora enfrenta la angustia al lado de una tía. “Llamé y llamé con la esperanza de que llegara a casa, pero no llegó”, dice con la voz quebrada.

Ayer, a primera hora del día, se fue a Pajaritos a hablar con el ingeniero a cargo de la cuadrilla en la que está asignado su esposo, con un sueldo de mil 400 pesos semanales.

“Me dicen que espere y que busque en todos los hospitales, ya lo hice en todos y en ninguno está”, agrega. En ese momento se escucha un llamado afuera de la clínica: un hombre vestido de civil, a boca jarro, les suelta: “A los familiares de desaparecidos les pedimos que vayan al Ministerio Público y luego al complejo para identificar cuerpos”, dice con una frialdad sorprendente... aunque luego intenta matizar: “No significa que ahí estará a quien están buscando”.

Con el rostro desencajado, inicia la caminata, completamente “triste y desesperada” por no saber nada de él, señala. A los pocos minutos ya está frente a un edificio blanco y con la leyenda Ministerio Público. Un lugar desvencijado, con puertas maltrechas y climas antiguos.

Desorientada, ingresa; la recibe una mujer en un escritorio arcaico y con libreta en mano le pregunta su nombre, el del desaparecido, señas particulares y un número de celular. “Tiene una cicatriz a un costado”, atina a vociferar y luego agrega: “Y como una mordida en el pecho”. No hubo palabras de aliento. Nada. Sólo una mirada y una orden: “Váyase al complejo, ahí tiene que pasar a reconocer los cuerpos”.

En silencio, al lado de su tía Gloria, camina hacia su destino. En el trayecto, que parece eterno, su familiar le pide que esté preparada para todo.

En las puertas de Pajaritos, un enjambre de familiares se arremolina frente a una valla de militares que custodian el acceso y sólo permitían el ingreso a uno por familia.

Sin voltear, se enfila por las enormes estructuras del complejo y se pierde en la inmensidad de la petroquímica por más de seis horas.

“Da mucha angustia porque no sabemos nada de él y no me puedo comunicar con ella”, se queja Gloria, su tía, mujer que viajó desde el municipio de Nanchital.

A los pocos minutos Gloria también ingresa al complejo, convertido en servicio médico forense y desde ahí, vía telefónica, notifica: “Parece que sí es él…”. Cuelga, las mujeres se quedan ahí varias horas más; después, el teléfono suena otra vez: “No es el Marcos”, se oye del otro lado de la línea y la pausa lleva a la indecisión, a la incertidumbre, sobre la identificación de los cuerpos.

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