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José Fabián Bernal Ortiz, de 38 años de edad, había sido absuelto en noviembre pasado del delito de secuestro, por el cual ingresó al penal de Topo Chico en septiembre de 2012, pero el Ministerio Público apeló la resolución y las autoridades lo mantuvieron en prisión, mientras se resolvía el recurso. Es uno de los 49 internos que murieron durante la matanza del penal de Topo Chico.

Su viuda, Emilia Martínez Arreguín, con quien contrajo matrimonio en junio de 2002, encabeza una de las familias, hasta el momento al menos tres, que exigen al gobierno del estado y a los ex directivos del reclusorio —que están siendo procesados por homicidio calificado y abuso de autoridad—, el pago de una indemnización de un millón de pesos, como reparación de daño, que le ayude a sacar adelante a sus tres menores hijos, de 10, 11 y ocho años de edad.

Emilia deja a los hijos, dos hombres y una mujer, al cuidado de su madre, para irse a trabajar como empleada doméstica, tres días a la semana, de nueve de la mañana a siete de la tarde, por un sueldo semanal de 900 pesos que, dice, apenas le permite obtener lo indispensable para comer y comprar a los niños los útiles escolares que les piden en la primaria donde estudian.

José Fabián trabajaba como carretonero acarreando tierra para jardín, y realizaba “limpias”, “curas” o “amarres” primero en su casa de la colonia Mirasol en Guadalupe, y luego, al separarse de Emilia, se fue a vivir a Cadereyta, donde por su actividad de “curandero” atendió a gente de la delincuencia, pero sin participar en sus actividades ilícitas, dice su ahora viuda.

“A mi esposo se lo llevaron por error, desgraciadamente lo involucraron en un secuestro, pero en el proceso pudo demostrar su inocencia y en noviembre pasado fue absuelto por un juez, él andaba muy contento porque iba a salir del penal, pero el Ministerio Público apeló, y siguió preso hasta que se resolviera la apelación”, señala Emilia Martínez.

Expresa que ha pasado situaciones muy difíciles, pues además de los problemas económicos, y de perder la casa que tenía en la colonia Mirasol de Guadalupe, al no poder cubrir las mensualidades, ha sufrido el rechazo de los vecinos. “La gente juzga sin saber, dicen que mi esposo es un secuestrador, pero por qué no esperan que juzguen las autoridades”.

Sólo querían trabajar. Martín Rodríguez Chávez, de 25 años de edad, salió de Saltillo, Coahuila, hace tres años junto con un primo menor de edad, para buscar trabajo en la construcción.

A las dos semanas, explica su madre Emma Rodríguez Chávez, cuando salían de la sucursal Soriana la Puerta, en Santa Catarina, recibió una llamada telefónica de su novia, y al momento fueron abordados por un grupo de “encapuchados” con armas de grueso calibre, que primero dijeron ser del Cártel del Golfo, y luego se identificaron como policías federales, al tiempo que les decían “ya valieron”.

Afirma Emma que su hijo le contó que insistía a los federales que la llamada que recibió en su celular era de su novia, que lo confirmaran ellos mismos, pero éstos los acusaron de “delincuencia organizada”, y mientras a Martín lo llevaron a una casa de arraigo por 15 días, a su sobrino lo mandaron al tutelar y luego lo liberaron.

“Lo tuvieron incomunicado y sometido a torturas, hasta que a la semana, Martín les dijo que le dieran a firmar lo que ellos quisieran, que ya por favor no lo golpearan, y entonces le armaron una acusación, de que era parte del crimen organizado y lo relacionaron con otros cuatro detenidos que luego llevaron, a los que ni siquiera había visto en su vida”, relata Emma Rodríguez, una madre soltera que tiene otros dos hijos, de 22 y 18 años de edad.

Asegura Emma que su hijo siempre sostuvo ser inocente, y no quiso que contratara un abogado. “No madre, yo quiero salir por la puerta grande, porque no hice anda, no quiero tener nada que ver con autoridades, no quiero venir a firmar”, le decía, aunque su vida era un infierno, porque el grupo que controlaba el reclusorio le exigía 10 mil o 15 mil pesos por no “tablearlo”, y a veces no se podía ni sentar por las golpizas que le propinaban.

Cuando ocurrió la masacre en el penal, entre la noche del 10 y la madrugada del 11 de febrero, Martín tenía ocho días enfermo y con medicamentos, estaba muy delgado, porque la comida era muy mala y el agua estaba contaminada. “Yo le traje vitaminas para que se recuperara, y cada 15 días que venía a verlo le traía dinero para que comprara comida”.

Asegura que no obstante esa situación, su hijo estaba contento porque tras haber cumplido tres años y tres meses de los tres años y seis meses de prisión que le dictó un juez, se le revocó la sentencia por falta de pruebas, y sólo era cuestión de que fuera evaluado por una sicóloga para salir del penal de Topo Chico. Sin embargo, fue uno de los 49 fallecidos. Terminó con la cabeza y el rostro deshecho, y el cuerpo todo “tasajeado”, a tal grado que el cadáver se lo entregaron dentro de una bolsa de plástico.

Emma reclama también a nombre de su familia, una reparación de daño por la muerte de su hijo, y denunció que un abogado que dijo representar al gobierno estatal, le comentó que sólo él llevaría los casos de las familias que sufrieron el fallecimiento de algún interno, y que únicamente recibirían una indemnización, si un juez determinaba la culpabilidad de los ex funcionarios que están siendo procesados. Pero ella se acercó al abogado Aurelio Galindo, que hasta el momento asesora a cinco familias.

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