Cada día dentro del penal de Topo Chico parecía un infierno. Previo a la matanza de 49 reos, los internos eran presionados por dos frentes: los custodios y el crimen organizado que, por igual, cobraban y extorsionaban al que pisara la cárcel. Quien se negaba recibía golpizas, amenazas de muerte o lo asignaban a la fajina, es decir, los obligan a realizar trabajos denigrantes.

Lidia abraza el féretro de su sobrino Jorge, lo deja lleno de lágrimas. Al pie del ataúd una manta escrita con aerosol por sus “carnales” le da la despedida; falleció a causa de un golpe en la cabeza durante la gresca.

Su tía lo visitaba con frecuencia desde que cayó preso —hace siete años— por el delito de posesión de droga. “Mi sobrino me decía que ahí [en Topo Chico] era un infierno; lo extorsionaban con hasta 5 mil pesos semanales. Recientemente no pudo pagar, le dieron tablazos y le reventaron los glúteos. Nos duele en el alma, pero ya se libró de ese infierno”, narra en una habitación contigua a donde velan a Jorge.

Las ocasiones en que la familia no podía pagar la cuota, los encargados del cobro hablaban por celular a su madre en el momento en que golpeaban al joven, y ella se sentía impotente ante los gritos de dolor.

Familiares, personal de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles alertaron, desde hace dos años, que dentro del centro penitenciario había una complicidad y encubrimiento de los custodios con el crimen organizado, que prácticamente se mantenía en un autogobierno.

El último reporte de la CNDH sobre las prisiones, elaborado en 2014, indica que el penal alojaba a internos que ejercían violencia sobre otros reos por cobros de piso.

“Vendió su casa para pagar”. Dentro del penal, Jorge era la víctima. Lidia cuenta que desde hace siete años, Francisca, la madre del joven, se mantuvo pagando hasta 5 mil pesos semanales para que a su hijo no lo golpearan ni lo asesinaran.

El temor era tanto que Francisca vendió su casa en Escobedo y trabajó doble para mantener vivo a su hijo.

“Mi sobrino estaba por salir en octubre. Quería comprarle una casa a su mamá. Todo el tiempo decía que tenía planes para cuando saliera, que iba a trabajar duro para que su mamá tuviera de regreso su hogar”, dice.

Roberto fue otra de las 49 víctimas fatales. En el panteón municipal Valle Verde de Monterrey fue enterrado, en el mismo lugar donde su madre fue sepultada hace unos años. Su padre, Gilberto, narra que a su hijo también le cobraban su cuota para no impartirle crueles golpizas.

“Ahora mi hijo ya descansa después de todo lo que pasó en el penal. Sólo espero que las autoridades se den cuenta de la corrupción y la complicidad de los custodios”, narra.

Parece que el tiempo se detiene cuando Gilberto abre el féretro gris de su hijo para verlo por última vez. Las horas previas al velorio se mantuvo firme, pero ante la tumba, se desploma y sus lágrimas caen sobre las flores blancas que cubren la última morada de Roberto Carlos.

Un silencio estremecedor se siente al momento en que el ataúd es cubierto con tierra, y los pocos asistentes al sepelio sollozan por Roberto.

Su padre seca sus lágrimas, asegura que nunca dio un centavo al crimen organizado, pero que dentro del penal su hijo era obligado a trabajar para pagar su cuota.

“Le tumbaban el dinero a toda la gente; así eran ahí adentro”, lamenta don Gilberto.

De a poco, asegura, se sabrá la verdad, y se refiere a la detención de los funcionarios del Centro Preventivo y de Reinserción Social de Topo Chico —uno de los peor calificados en Nuevo León— que ya fueron aprehendidos por su responsabilidad en el asesinato de 49 presos.

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