Eduardo parece una hormiga obrera. Va de un lado a otro con rapidez. Tap-tap-tap-tap, se escuchan sus pasos secos sobre el terregoso firmamento. Con sus manos, que no son las tersas de un niño promedio, transporta la charola de plástico duro en la que carga unos siete kilos de mezcla de lodo, barro y aserrín.

En menos de cinco minutos Eduardo, Lalo, ya dio dos vueltas hacia la cuenca donde está la mezcla y regresó a su lugar de trabajo desde donde se ven los áridos terrenos donde operan alrededor de 200 tabiqueras en Atliaca, una comunidad indígena nahua ubicada en el municipio de Tixtla, donde el oficio de hacer tabiques se hereda desde la infancia; allí a Lalo le tocó nacer hace 13 años.

Enseguida de que rellena su charola, de la revoltura que su hermano y su papá preparan desde las 10 de la mañana, hasta las siete u ocho de la noche, la vierte en los seis espacios de su molde, rectángulos que pronto serán ladrillos. Repite esa operación unas 200 veces al día. Termina agotado.

Los tabiques parecen lingotes de oro color café, un tono parecido al del chocolate que se ve en las manos morenas de Eduardo, quien apenas terminó la primaria.

Entre montañas de lodo, barro, aserrín, carretillas, palas, tambos de agua y murallas de tabiques color ocre, otros marrón y unos más que parecen un espeso chocolate que se derrite entre las manos, trabajan alrededor de 200 niños de entre 8 y 17 años de edad, según cálculos de los tabiqueros adultos.

Son aprendices la mayoría, hasta que llegan a una edad en la que pueden realizar el mismo trabajo duro que obreros de más edad. La labor inicia al mezclar grandes cantidades de lodo, aserrín y barro con agua. Remover la tierra con picos, echar el agua, mezclarlo todo de manera uniforme es un trabajo que implica hundirse en el fango todo el día bajo los rayos del sol.

Hace tanto calor, que los termómetros de algunos celulares no resisten y los aparatos se apagan. La temperatura llega hasta los 36 grados a las 14:00 horas. Las horas más pesadas del día son esas, cuando el sol no les permite trabajar, cuenta Oliverio papá de Lalo, un hombre de 50 años que desde la edad de su hijo aprendió el oficio de tabiquero.

De acuerdo con sus cálculos, son más de mil empleados fijos en las tabiqueras, pero también hay chalanes que acarrean el tabique hacia camiones repartidores del producto que se expende principalmente en las casas de materiales tixtlecas “o con quien haya acordado el patrón”. De chalanes y de peones trabajan los niños en Atliaca, explica Oliverio “ellos no hacen lo mismo que uno, pero van a aprender porque aquí no tuvimos de otra”.

Oliverio es de los trabajadores, que desde niño padece dolores en la cadera y sufre quemaduras de primer grado por exponerse tanto al sol. Come antes de ir a trabajar junto a su hijo mayor y Lalo, quien desde hace unos meses lo acompaña al trabajo.

Los hornos donde se cuecen los tabiques son torres hechas también de barro, que miden entre 15 y 20 metros de altura. El humo negro de esos hornos se respira a todas horas, porque en los complejos tabiqueros, la gente trabaja todo el día.

Lalo platica que no puede dejar de trabajar, no porque alguien lo regañe o su papá no le permita contar que desea tener un balón de futbol, porque a él lo que le gusta es ser portero en su comunidad, sino porque les pagan a “destajo”, es decir, por todo lo que produzcan y si se detiene no gana.

Aquí no conocemos los juguetes

Niño, como pide su papá que le llamemos, tiene ocho años de edad, aunque aparenta cinco. Va en tercero de primaria y el cansancio se refleja en sus ojos: tiene el cuerpo repleto de tierra amarilla, boca chica, labios delgados, de cuyas comisuras se le escapan estelas de saliva combinadas de polvo.

Niño no tuvo clases, porque el maestro faltó. En Atliaca hay pocos maestros y cuando se ausentan éstos las mujeres se quedan en casa ayudando a sus madres en las labores domésticas y los hombres acompañan a sus padres a las ladrilleras, “para que se vayan enseñando, así aprendimos desde niños nosotros”.

En español, pero con las huellas de lengua materna el náhuatl, el papá pide que no se le juzgue, porque se ve la imagen de “Niño” — de menos de un metro de estatura que no hace más de 15 kilos— al frente de una carretilla llena de aserrín. El señor, de complexión muy delgada, dice que si su hijo trabaja es porque así tiene que ser para ellos, que no tienen dinero.

A él —dice— le gustaría que su pequeño no estuviera bajo el rayo de sol, pero tiene nueve hijos además de él, necesita que desde pequeño, en sus ratos libres, Niño sepa lo que es ganarse la vida.

El papá de Niño también trabaja desde chico en la tabiquera; recuerda que su infancia, en una comunidad guerrerrense en donde se realizan rituales prehispánicos para pedir que haya lluvias y en el que promedio educativo es de primaria, fue como la de su hijo: “Aquí no conocemos de juguetes, no alcanza”.

—¿Cómo era su infancia?

—Está difícil para contar. Yo no estudié, me quedé en tercero de primaria, desde esa edad me venía al tabique, tendría unos 10, 11 años.

—¿Quién les enseña el oficio?

—Como a mi hijo, a mí me enseñó mi papá. Con él, me venía desde las ocho, siete de la mañana a trabajar, pero sí es bien pesado; uno se lastima mucho porque siempre estamos inclinados removiendo la tierra, hay que hacer los tabiques con los moldes y acomodarlos para que se metan a los hornos. ¡Es de todo el día esto!

Pero en los terrenos color ocre sus “encargados” nunca quieren hablar con la prensa, porque los tachan de “explotadores”, se gana depende de lo que uno haga, con un cansancio que implica hundirse en la mezcla del tabique por horas, mojarse las manos y exponerlas al calor para meter tabiques al horno; cargar cantidades pesadas de barro y comer sólo una vez al día.

“A mi niño no le doy nada —de dinero—, apenas tiene poquito de venir y sólo me ayuda en transportar el aserrín, en moverle, no se cansa igual que yo. De por sí casi no aguanta el cuerpo de echarle ganas, para que nos alcance. Depende de cómo aguante el cuerpo, gano hasta 500 pesos a la semana, para mantener a mis hijos (ocho)”, comparte.

Y añade, quienes más ganan son los que hacen los tabiques en el horno, hasta 3 mil pesos a la quincena, 3 mil 500. Cada patrón tiene sus propios criterios de pago, pero en promedio cada empleado gana luego de 12 a 15 horas de trabajo continuo y con descansos breves, hasta 90 pesos al día.

Mientras se desarrolla la charla, bajo el refugio de la sombra de un árbol de huizache, su compañero no deja de picar la tierra, revolverla con los pies clavados descalzos entre la mezcla, sólo se le ve el dorso. Los ladrilleros son hormigas obreras que casi no se detienen para platicar, siguen su camino por el laberinto de tierra. La mayoría de las tabiqueras están sólo separadas por filas y filas de ladrillos, algunos ya formados en grandes murallas para ser vendidos.

Sin día para festejar

Niño quien termina de cargar su carretilla para que su papá empiece con la mezcla del tabique confiesa que a él le gustan los carros, pero no tiene ninguno; también le emocionan los chocolates, pero ahora seguirá “ayudándole a su papá”. Para él no hay un Día del Niño y, si lo hay —comenta su papá— es peor “porque nosotros no podemos comprarle juguetes. Simplemente o comemos o le damos juguete”.

Los obreros de manera ordenada hacen tabiques y más tabiques, muchos tabiques cada minuto, cada segundo. No pueden parar.

jram

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