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Tras vivir la peor pesadilla que puede sufrir un padre, Mack (Sam Worthington), al borde de la desesperación, recibe una misteriosa nota que lo invita a regresar a la cabaña en donde perdió algo importante en su vida.

Descubre que ese espacio de horror absoluto es, de alguna forma, portal para conocer a Papá (Octavia Spencer) quien es una referencia a Dios.

Papá resulta ser, hasta cierto punto, una convencional ama de casa que convive, en un lugar de brillante technicolor y lleno de misteriosos prodigios, con un carpintero llamado Jesús (Avraham Aviv Alush) y Sarayu (Sumire), una mujer asiática: una santísima trinidad multicultural y pluriétnica. Mack aprende que tras su dolor hay vida, una que aparentemente le permitirá mejorar su trato con las personas que lo rodean y aceptar el destino que le tocó vivir.

Se trata de La cabaña (2017), segundo largometraje del inglés Stuart Hazeldine, con guión de John Fusco, Andrew Lanham & Destin Cretton, basado en el popular libro homónimo de William P. Young, considerado herético por algunos cristianos conservadores, ya que vuelve banales la esencia de la fe y los mecanismos profundos de la religión.

Es pues un supuesto viaje espiritual hacia la reconciliación con el horror cotidiano. Pero el resultado se queda a medio camino. Para ser espiritual le falta profundidad, como melodrama es absurdamente esquemático, y como película de tesis resulta intrascendente al exponer y desarrollar su idea principal. Nunca conmueve con su historia de pretendida curación emocional. Es cinematográficamente mediocre.

El añejo programa de televisión conocido como Patrulla motorizada (1977-1983), que hiciera astro a Erik Estrada, se recicla a la pantalla grande como CHIPS, patrulla motorizada recargada (2017), tercer filme escrito, actuado, coproducido y dirigido por el comediante Dax Shepard. Ahora es una complicada fábula homofóbica sobre los improbables policías Jon (Shepard) y Frank Poncharello (Michael Peña) intentando resolver una bronca con algunos de sus compañeros corruptos. El asunto, en efecto, no da para mucho más que la suma de chistes sexuales de variado calibre (Poncharello tiene, por ejemplo, un raro fetiche con cierto tipo de ropa femenina, lo que se supone hilarante cuando lo revela). Su humorismo es exclusivamente genital. Buscando hacer reír por todos los medios incluye una aparición del propio Estrada, que carece de efecto. Así que para mantener medianamente interesado al espectador hay acrobacias con motocicletas. Lugar común con el que se pretende darle dinamismo y emoción a este verdadero horror de comedia, demasiado inferior al programa original para tv.

Un extraño ejemplo de cine mexicano de terror: La posesión de Altair, 1974 (2016), debut en el largometraje del regiomontano Víctor Dryere, se suma a esa moda del llamado “pietaje encontrado”, donde se cuenta una historia medio ilógica sobre personajes capturados en video casero a los que les suceden hechos inexplicables, como en Actividad paranormal y demás imitaciones. Pero Dryere maneja la situación con cierta ambigüedad y concibe estéticamente su película con el olvidado formato Súper 8 milímetros; le da un buen ritmo al filme sin caer en muchos lugares comunes de este subgénero afecto a crear sustos baratos. O a decepcionar con la ausencia de los mismos. Dryere mantiene un equilibrio entre asustar y narrar; hábilmente crea una atmósfera, esencial para captar esas oscilaciones entre lo cotidiano y lo sobrenatural.

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