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Entre las películas para el próximo Oscar, que se entregará el domingo 26 de febrero, destacan dos obras maestras: un milagro que representa a una nueva generación de directores-guionistas en sus treintaitantos años necesarios para Hollywood. Más ahora que está sobresaturado con cansados superhéroes y vulgares comedias. ¿Qué las hace magistrales?

En el caso de Luz de luna (2016), apenas segundo largometraje para cine (después de su intimista Medicine for melancholy [2008]) de Barry Jenkins, que es un prodigio de emociones; que erige minuciosamente cada impacto visual, uno más difícil que el otro, para volver entrañable la compleja crónica sobre qué representa ser homosexual y afroamericano justo en el país fundado con la injusticia de la esclavitud y que acaba de dar un giro brutal hacia la homofobia y el racismo. Es un filme adelantado a su tiempo.

Escrita por Jenkins basándose en la obra de Tarell Alvin McCraney, In Moonlight Black Boys look Blue (Bajo la luz de luna los chicos negros se ven azules), es la historia de Chiron en Miami (Ashton Anders de niño, Alex Hibbert adolescente, y Trevante Rhodes adulto), y principalmente su relación con Juan (Mahershala Ali), su mentor tras abandonar a su madre adicta al crack (Naomie Harris). Parece un dramón lleno de lugares comunes. No lo es. Jenkins, junto con su sutil fotógrafo James Laxton, hace una cinta intensa de insuperable calidad estética y humana. Las actuaciones, matizadas, inspiradas, no incurren en momentos equivocados ni morbosos. La maestría de su contención y la forma como profundiza en el homoerotismo y lo racial en una sociedad machista, dominantemente blanca y, claro, hipócrita, lo hacen un filme impresionante.

En el caso de La la land: una historia de amor (2016), tercer largometraje del notable Damien Chazelle, escrito por él mismo, que justo se trata de un musical sin nostalgia a la vieja escuela que homenajea a Vincente Minnelli: el más grande director de musicales que ha tenido Hollywood. Que sus referencias a Sinfonía de París (1951), o la expresión profunda de lo romántico, y a Brigadoon (1954), o la espiritualidad del filme que se desplaza, baila y vive en esa brillante escenografía artificial exaltando el amor por una Gigi (1958), son una actualización de lo esencial en la vida. Se trata, pues, de la historia de la aspirante a actriz Mia (Emma Stone, de conmovedores e ingenuos ojazos tristes) y de su enamorado, el músico en ascenso Seb (Ryan
Gosling, de cálidos gestos sensibles) en una ciudad de Los Ángeles construida sólo para la pantalla gracias a la genial fotografía del sueco Linus Sandgren y el diseño de producción de David Wasco.

Es magistral porque Chazelle pone la técnica cinematográfica al servicio de los sentimientos: la puesta en escena tiene un equilibrio entre lo que narra y lo que expresa, lo que es sustancial al crear su agridulce mirada sobre el amor/desamor; porque la banda sonora, de Justin Hurwitz, tiene el alma del jazz como tradición y futuro musicales; y porque el montaje, de Tom Cross, recurre prodigiosamente a la síncopa del jazz: sostiene una contradicción rítmica (del personaje solitario al juego de parejas), y desplaza el acento natural de un compás (el encuentro entre Mia y Seb), para crear en cada uno de ellos una nota frágil que se prolonga hasta fortalecerse y dominar (Mia desplaza lo romántico por conseguir el éxito; Seb va del amor definitivo a la contenida tristeza de expresarse con unas notas al piano).

Ambas cintas son arte visual. Tiene años que esto no sucedía en Hollywood.

Y viene otra por ahí igual de meritoria.

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