El gasto militar de Estados Unidos es mayor que la suma de los nueve países que le siguen en la lista global. En el mundo moderno este es un dinero tirado básicamente a la basura: la superioridad militar de Washington de poco ha servido para terminar con el conflicto en Siria, lograr la desnuclearización de Corea del Norte o sacar a los rusos de los territorios tomados en Ucrania. La realidad es que el armamento convencional es punto menos que obsoleto y el nuclear es tan peligroso que no cumple más que un propósito disuasivo. El terreno de guerra que está marcando el futuro se encuentra en el mundo digital.

China y Rusia van a la vanguardia en la guerra cibernética. Los rusos ya lograron sembrar la duda en las elecciones estadounidenses del 2016. Más allá de que la investigación especial del fiscal Robert Mueller logre incriminar o no al propio Donald Trump, los servicios de inteligencia norteamericanos coinciden en que existió una estrategia rusa para influir en los resultados.

Hasta ahora, China es el país más avanzado y comprometido en utilizar el espacio digital para condicionar y monitorear el comportamiento de su población. El llamado “sistema de crédito social” premia a quienes el gobierno considera ciudadanos responsables y castiga a quienes muestran un talante crítico o que pudieran ser disidentes o adversarios del régimen. Parecería un asunto de ciencia ficción, copiado de la serie Black Mirror, pero el hecho es que el gobierno chino ya está aplicando este sistema. A quienes muestran reservas sobre el régimen, lo critican o se empeñan en buscar información delicada en internet, se les penaliza controlando sus accesos a la red global, limitando su movilidad (se les impide viajar en avión o en tren bala) o supervisando con especial esmero sus movimientos bancarios y de negocios. Los temores de George Orwell de que algún día el Estado, el Big Brother, podría observar y controlar todo en una sociedad, debe ser una meta cumplida en China para el año 2020.

Si el país más poblado del mundo alcanza este propósito, las posibilidades de que la misma metodología sea aplicada hacia otros países no son remotas. La manipulación que hace unas décadas se daba a través de la radio y la televisión, ahora se facilita y se hace más personal por medio de los teléfonos celulares y las computadoras. Cada vez que realizamos una compra o una búsqueda en internet, vamos conformando un perfil propio de intereses, preferencias, contactos y hasta de las inclinaciones más íntimas.

Traducido esto a la política internacional, puede ser una de las formas más eficaces de alterar el orden mundial. Si hace quince años la fuerza aérea y las tropas de Estados Unidos derrocaron a Saddam Hussein, hoy día sería más efectivo lograr un derrocamiento mediante la subversión digital. En su versión moderna, la intervención en los asuntos internos de otras naciones se desarrolla a través de las redes y los mensajes cibernéticos. Si empresas como Cambridge Analytica se especializan en inclinar la balanza electoral en cualquier país del mundo, es perfectamente factible que un gobierno desacredite o desestabilice a otro con estas mismas herramientas.

En este marco, las democracias son más vulnerables que los regímenes autoritarios. De ahí que la investigación que se ha abierto alrededor de Donald Trump sea un asunto de interés mundial y no sólo para los estadounidenses. Las lecciones que se extraigan en ese país servirán para entender el fenómeno y blindar a las sociedades más abiertas del mundo.

Internacionalista

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