La familia de mi papá es de Tabasco. No. Eso no está bien dicho. La familia de mi papá es de un Tabasco que lleva muchas décadas sin existir. En plena Ciudad de México crecí arrullado por historias de árboles y plantas que nunca conocería, de peces que nunca podría pescar, de frutas que nunca iba a probar. Mi mundo de la infancia se rodeó de una mitología selvática que me ha permitido construir un mapa perfecto de un pueblo que nunca conoceré. Crecí bajo el amparo de la mitología de un Tabasco circa 1964. Un paisaje dominado por una flora y fauna inverosímil. Me parecía increíble que hubiese una fruta de colores púrpuras fosforescentes que al abrirla contuviera pulpa en forma de galaxia. “Se llama pitahaya” me decía mi papá y de alguna forma extraña me imaginé que nuestro propio universo podría ser sólo el interior de aquel fruto tropical; vivimos sobre una semilla de pitahaya.

La primera vez que yo visité el pueblo de mi papá fue difícil encontrar un sólo árbol; un mal entendimiento de la aspiración había llevado al pueblo a cambiar su arquitectura de teja francesa de cuatro aguas por el tabique gris y la varilla. La selva circundante había cedido a campos de ganado y sus riachuelos se habían vuelto mercados. Tabasco se había esmerado en ser solidario con el resto de la República: había intercambiado su edén por el “progreso” y la “modernidad” de un páramo baldío. Uno más de los miles de lugares que en México viven de su pasado, pero que en el presente no son más que una mezcla vulgar de chapopote, pollos asados y micheladas de a litro. No hay en los anales del estado un solo gobernador o presidente municipal que hubiese decidido desarrollar la región en torno al paraíso natural de lo que tenían.

Por eso me sorprendió cuando encontramos una señora que vendía pitahayas; ante la decepcionante realidad, me había imaginado que todos los relatos de mi padre estaban enmarcados por la fantasía. Pero la certeza de esa fruta de colores radiantes me hizo recobrar la esperanza. La señora abrió la fruta y reveló su mundo galáctico. Pitahaya Blues: la existencia de la fruta revelaba que aquel pasado aún era posible en el futuro. Culpo a estas historias de mi infancia por mi proclividad a pensar que parte del futuro está en retomar nuestro origen. Sin duda mi nostalgia no pretende ser ingenua ni idílica; pero sí vigorizante. No tendría sentido volver a la selva en la que creció mi familia, pero voltear la vista hacia ella, permite identificar que podríamos aspirar a un mundo mucho más balanceado en el futuro.

Traspolado a la realidad del país, el tema no es tan bien aceptado. A menudo descubro que las visiones que intentan incorporar temas de nuestro pasado identitario a la política actual son tachadas de retrogradas. En el México actual es cool hablar chino, pero no es cool hablar náhuatl. En el México actual está bien hablar de la increíble reformulación urbana que vigorizó a Barcelona, pero resulta “ingenuo” plantear reconstruir nuestra capital en torno a la idea del lago y la naturaleza. Las grandes escuelas de la tecnocracia y su periferia hacen bullying a quien se atreve a fijar su vista en algún lugar que no sea Estados Unidos o EuroAsia y su visión de mundo. En la cosmogonía del político mexicano no hay lugar para la nostalgia de la pitahaya.

Me resisto. Hay muchas cosas en nuestro pasado que no caben en este mundo, pero hay muchas otras que sí. Imaginarnos que lo que hubo puede dar sentido a lo que queremos que haya. En medio del chapopote tabasqueño la existencia de una fruta crea la posibilidad de un desarrollo en torno a la recuperación de la selva que le dio vida. El progreso no está en Las Vegas ni Miami, sino en consensuar el futuro con los mejores elementos de nuestro pasado. Por eso creo que es posible suplantar el paradigma de Chicago por el de la pitahaya: un modelo de sociedad que no se base en números sino en bienestar. En ciudades que construyen equilibrios con su legado natural y cultural. En políticos que tengan menos Harvard y más entendimiento de mundo.

La semilla es la posibilidad del árbol. Aún destruida su selva, esa minucia negra puede insinuar un futuro más próspero que contenga el ADN de su origen. El origen le dicta un futuro de grandeza. Dejemos de insistir en un México que construye su futuro a base de presentes prestados. Es hora de volver a pensar en la semilla. Al final de cuentas todo el universo cabe en un a pitahaya.

Analista político. @emiliolezama

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses