Desde hace tiempo la elección presidencial de julio próximo se vislumbra compleja. Se trata del proceso electoral más costoso de la historia y el que mayores retos representa para la democracia mexicana hasta ahora. Además, en el ambiente permanece la crispación entre las fuerzas políticas que buscan alcanzar el poder, mientras que los problemas públicos más apremiantes siguen ahí y alimentan el descontento social.

Por todo ello, el Estado mexicano en su conjunto está a prueba. Los ciudadanos saldrán a manifestar en las urnas su voluntad sobre quiénes dirigirán los asuntos públicos los siguientes años; los gobiernos salientes tendrán la responsabilidad de conducir la transición con total transparencia, mientras que quienes llegan al poder deberán continuar los proyectos que abonan al bien común y reconducir aquellos que no.

Por su parte, las instituciones democráticas y sus responsables deberán mostrar su fortaleza frente a las amenazas que se ciernen sobre ellas. Una muestra de ello son los diferendos públicos entre dichas instituciones, que las debilite ante la opinión pública. El caso empeora si estas diferencias se suscitan entre las instituciones que arbitran el proceso electoral.

Es clara la discrepancia de criterios entre el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) en torno a la legalidad de la candidatura independiente de Jaime Rodríguez Calderón, gobernador de Nuevo León con licencia. Más aún, estas diferencias han demostrado que existe un serio riesgo de que las autoridades electorales vean afectada su credibilidad.

En principio, el INE desestimó la pretensión de Rodríguez Calderón por numerosas inconsistencias en las firmas necesarias para registrarse como candidato independiente. Ante ello, y a pesar del amplio descontento social, el TEPJF consideró insuficientes los argumentos del INE y ordenó que al gobernador de Nuevo León con licencia se le incluya entre los contendientes.

Tanto el INE como el TEPJF tienen la responsabilidad de ser garantes de la próxima elección federal. Por sus manos pasará la validez del proceso electoral, así como las inconformidades de contendientes que puedan surgir en el camino. Esto es inevitable, de modo que los árbitros de la justa electoral también tienen el deber de conciliar posturas en aras de que el proceso se realice con toda la normalidad posible dentro de los cauces legales.

Ninguna posición legal o política, por más válida que sea, debe convertirse en argumento para descalificar el trabajo que hacen las instituciones democráticas, menos aún si viene de otra institución. El riesgo más grande para quienes se enfrascan en estas disputas es perder la autoridad moral a los ojos de la ciudadanía que, más que nunca y dado el contexto actual, requiere de todas las certezas que el Estado pueda otorgar.

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