Tras casi 12 años de guerra contra las drogas, México se encuentra plagado de familias en duelo que han perdido a algún ser querido o incluso a varios de ellos. En este difícil contexto, sin duda los casos más dramáticos, por la indefensión absoluta en que quedan, son aquellos de niños que pierden a uno o a ambos padres.

Pero no sólo hablamos de vidas truncadas por la muerte de quienes los trajeron al mundo, con todo lo traumático y difícil de superar que esto pueda resultar para un menor, que por lógica natural no tendría que experimentar tal shock, sino también de vidas sujetas, a causa de su estado de horfandad, a los designios de un contexto social enormemente adverso y también determinante: el de sus pueblos, sumido justamente en la violencia criminal, razón por la cual sus expectativas —o mejor dicho sus únicas opciones— de vida, en la mayoría de los casos, quedan limitadas a enrrolarse en las filas del narco.

Es decir, en todos estos casos se cierra un círculo vicioso que como una célula cancerigena se reproduce a sí misma, la de aquellas familias atrapadas en esta lucha contra el narco, cuya estrategia de descabezamiento de las organizaciones criminales y combate frontal seguida hasta ahora a todas luces ha mostrado su fracaso, tanto en términos de disminución de violencia y tráfico de drogas, como en el ámbito social, abriendo aún más la brecha de aquellos individuos, familias y pueblos enteros inmersos en estos contextos de criminalidad, por un lado, y el combate armado gubernamental por el otro.

El gobierno mexicano no cuenta con un censo de los huérfanos víctimas de la delincuencia organizada, pero existen registros no oficiales o en documentación de organismos internacionales que dan una idea cercana de la magnitud del problema. Por ejemplo, la Red por los Derechos de la Infancia de México (Redim) reveló en su informe Infancia y Conflicto Armado en México que serían alrededor de 30 mil huérfanos en todo el país, mientras que la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables de la Cámara de Diputados va más allá: calcula 40 mil. Preocupan especialmente, por el alto número de huérfanos, los casos de Michoacán y Tamaulipas, entidades en las que paralelamente ha existido una presencia mayor del crimen.

Estos números, escalofriantes por su magnitud, se tornan aún más alarmantes si se piensa que por cada caso, sin ningún afán de criminalizar a las víctimas sino sólo ateniéndonos a la dinámica social descrita, en la que priva un explosivo coctel de pobreza, marginación e ignorancia, podríamos estar hablando de un posible elemento más del crimen. Por ello urge defender a todos esos niños, pero ofreciéndoles oportunidades.

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