En el último cuarto de siglo ningún año había sido tan mortífero como 2017, que registró 31,174 homicidios, un aumento de 27% en comparación con 2016, cuando la cifra ascendió a 24,559. El dato supera por mucho a 2011, que mantenía el índice más alto con 27,213 homicidios. Los números describen una realidad que no ha podido cambiar el país en la última década: la violencia se encuentra sin freno prácticamente en todos los rincones del territorio.

Desde el sexenio anterior solo hubo una fórmula para combatir a la criminalidad: recurrir a fuerzas militares y federales. Las acciones nunca se apartaron del guión que adoptaron los gobiernos: ante una ola de violencia en alguna ciudad o región, grupos de soldados eran desplegados para realizar rondines y establecer retenes; la violencia, entonces, se contenía. En el momento que en otra zona estallaban hechos violentos, había disminución o retiro de efectivos federales de un estado para trasladarlos al nuevo foco.

Aunque se transitó de un gobierno panista a otro priísta, la tendencia no ha podido modificarse.

Al inicio de la presente administración se asumió la lucha contra el crimen como prioridad; a cuatro meses de su finalización se ha reconocido como tarea pendiente. Objetivos como prevenir el delito y fortalecer la inteligencia fueron relegados. Este 2018 no se asignó presupuesto a prevención, y esquemas como Plataforma México (que concentra datos biométricos de criminales) han venido a menos también por falta de recursos.

No puede responsabilizarse de manera total al gobierno federal. Los gobernadores han dejado de cumplir tareas como la profesionalización de sus corporaciones policiacas. La gran mayoría de las policías carece de equipamiento y sus elementos reciben bajos sueldos, además de la falta de controles de confianza.

En tanto, en el Poder Legislativo, por rechazo de algunos grupos parlamentarios, quedaron sin aprobar propuestas como la del mando único policial que planteaba sustituir cientos de corporaciones municipales débiles por agrupaciones estatales fuertes.

El poder de los grupos criminales ha crecido a tal magnitud que las estructuras políticas, especialmente en municipios, quedan inermes y aquellos que no se sujetan a sus propósitos son literalmente eliminados, lo que se refleja en los asesinatos de alcaldes o en los aspirantes a serlo, como se vio en las pasadas campañas electorales.

La espiral homicida va en ascenso y no parece que vaya a detenerse en el futuro inmediato. Hay errores y omisiones en muchas instancias, pero nada ha hecho mayor daño al combate a la delincuencia que la falta de voluntad política.

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