Los actuales niveles de inseguridad, violencia y criminalidad, sumados a los escasos resultados en la persecución y castigo de los delitos y de la corrupción, han suscitado un legítimo debate en la sociedad sobre la necesidad de crear una fiscalía autónoma, profesional e independiente, que disminuya la impunidad y la cifra negra.

En el diagnóstico popular a esa preocupante sintomática, sin duda han contribuido la percepción ya afincada de que el nuevo sistema de justicia penal no ha dado los resultados esperados (en su etapa de arranque), como la sensación de que el crimen organizado se ha infiltrado en la vida política nacional. A pesar de que esa inquietud ha sido abordada por los medios de comunicación, la realidad es que se ha dicho muy poco sobre las “características” que debe tener una fiscalía autónoma. Es decir, la discusión se ha enfocado en la independencia del titular, pero no con relación a la libertad operativa que debe tener la institución. Por tanto, cabría preguntarse si la pretendida autonomía debería residir únicamente en salvar la posible injerencia debida de ciertos poderes públicos en la designación del fiscal general, o si debería en todo caso hacer alusión a la capacidad de los fiscales ordinarios para que con plena libertad puedan tomar decisiones técnicas.

Al respecto, debe señalarse que en ningún sistema penal moderno, el fiscal general es autónomo en su designación, así como tampoco en su función, al menos de forma absoluta, ya que su nombramiento y sus atribuciones usualmente están sujetas a procedimientos que varían de acuerdo a cada tradición jurídica.

En cuanto a la elección de los fiscales ordinarios, también varían los métodos, pues en algunos países provienen de la carrera judicial, mientras que en otros del poder legislativo de entre juzgadores o juristas de prestigio. Empero, lo más común es que lo haga el ejecutivo por medio de un departamento o secretaría de justicia.

De igual modo, en ciertos países el fiscal representa al Estado y al gobierno, mientras que en otros solamente funge como el titular exclusivo de la acción penal. En nuestro sistema jurídico, además de realizar el ejercicio de esta última función, también detenta la representación estatal, pero para determinados supuestos.

Con motivo de todas esas posibilidades, estimo que una fiscalía sin la delimitación precisa de lo que será su “autonomía” no será exitosa, amén de que complicará aún más el funcionamiento del sistema penal. Debe recordarse que nuestro ministerio público ya posee autonomía técnica, lo que en todo caso debería ser suficiente. No obstante, sí considero que existen áreas de oportunidad que deben atenderse. En primer lugar, el titular de la fiscalía general debería fungir preponderantemente como un administrador institucional en jefe, mientras que los titulares de la acción penal deberían serlo los fiscales ordinarios, por ser éstos quienes requieren de la autonomía necesaria para realizar su labor, con apego a la Constitución y a la ley.

Por tanto, no habría en la fiscalía un jefe omnímodo y omnipresente, del que deban depender las decisiones técnicas del resto de fiscales, sino que habría un sistema cimentado en la independencia, autonomía y profesionalismo de cada uno de ellos.

De igual modo, creo que la fiscalía no debería tener, precisamente por la propia autonomía de que se le quiere dotar, el control o mando de la fuerza pública, ya que ésta es una prerrogativa exclusiva del Estado. Quitarle la policía de investigación también sería otro error, no solo porque con ello se le impediría desarrollar la capacidad de averiguar (como lo pretendió de forma fallida el gobierno calderonista), sino porque eso supondría que siendo autónoma estaría a su vez sujeta a la autoridad de la Secretaría de Seguridad Pública.

Debe incorporarse el servicio civil de carrera y fortalecer la trasparencia y rendición de cuentas, con la intervención del Legislativo y la sociedad, a la par de separar la seguridad pública de las distintas funciones de prevención del delito, investigación ministerial y justicia penal, con un sistema puntual y efectivo de responsabilidades.

Finalmente, no pienso que el fiscal general deba ser propuesto por una instancia distinta al Poder Ejecutivo, aún con la ratificación del Congreso de la Unión o de una de sus cámaras. La razón es que en este poder confluyen intereses democráticos plurales y variados, lo que no siempre se traduciría en la mejor decisión sobre la propuesta que pueda hacer un tercero del fiscal general que convenga a la nación.

Consejero de la Judicatura Federal
de 2009 a 2014

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