El Día de las Madres había fiesta y revuelo en la escuela Pedro María Anaya, de la colonia Portales. Bailes regionales, declamaciones, flores, lágrimas y uno que otro desmayo en el patio a causa del sol. Después se reunía toda la familia cercana en casa de mi abuela paterna y allí reinaba un caos amable. Se cocinaba arroz y mole.

Un día antes, mi padre compraba los regalos para su esposa y en la noche los colocaba al lado de la cama de sus hijos para que al final de la madrugada los tomáramos en nuestras manos y corriéramos a despertar a esa pobre mujer y a darle obsequios que ni siquiera habíamos elegido. Ninguno de los tres hermanos tenía entonces más de 11 años. Y puedo decir que aquel día resultaba para nosotros todo un acontecimiento familiar, social, e incluso sentimental. Y luego de recibir los obsequios y los arrumacos, mi madre contestaba siempre con la misma frase: “El mejor regalo que me pueden dar es portarse bien.” Pobre ilusa, mi querida madre. El único ser que no hace mal es el no nacido.

En cuanto tuve uso de razón, es decir, cerca de los 15 años, me desprendí de aquella pomposa celebración. Mi mamá lo comprendía: “Guillermo es así. Dice que él me celebra cuando se le da la gana. Y que no es un borrego.” Mi padre enfurecía y me obligaba a felicitar y a darle un abrazo a su mujer, cosa que yo hacía de mala gana. Ya desde entonces creía tener una opinión del mundo y de sus desgracias. ¡Qué desagradable puede ser un adolescente, y más si cree que con él comienza la cuerda! Por cierto, hace más de 20 años que vivo con una mujer, no nos casamos, no quisimos tener hijos y ni siquiera recuerdo el día en que la conocí: no tenemos aniversario. ¿No es un alivio? También olvido los cumpleaños de mis amigos y creo que el rostro del celebrado es algo tan triste y desolador que ningún escritor podría describirlo dignamente. La única fecha que recuerdo, aunque no para alabarla, es el día en que pago la renta. De lo contrario me echarían a la calle y eso sí no voy a permitirlo.

Pese a ser reacio a las ceremonias del 10 de mayo amé a mi madre y durante toda mi vida temí su muerte. Nadie como ella comprendió a tal grado mis tribulaciones ni logró encontrar en mí virtudes de las que obviamente carecía. Cuando ella murió, hace más o menos 10 años, no recuerdo el día, yo me transformé en otro y comprendí el dolor humano concentrado en la orfandad, el miedo y el azoro. El día de su entierro yo no me encontraba presente en mí mismo: flotaba, deambulaba sin núcleo ni raíces y mis ojos ni siquiera sabían mirar. Observaba la ceremonia y el entierro como si justamente en ese momento todo comenzara a tener sentido. Es decir: la vida tenía sentido porque había perdido su fundamento y su origen. Y entonces todo lo demás, el futuro y sus achaques dejaron a un lado su gravedad y comprendí que podría vivir sin gracia ni sorpresa.

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