Poco antes de cumplir 80 años, el historiador Alfredo López Austin (Ciudad Juárez, Chihuahua, 12 de marzo, 1936) ha decidido retirarse de la vida académica pública para dedicarse de lleno a la investigación y a la docencia en la UNAM, institución que ha sido su casa desde hace 50 años. Desea iniciar ahora una época “más productiva” y darse el gusto de contestar algunas de las  preguntas e inquietudes que ha dejado con sus proyectos en un cajón.    Entre estos  pendientes, dice,  está un estudio sobre la relación entre ética y trabajo en el México antiguo.

El investigador emérito de la UNAM, adscrito al Instituto de Investigaciones Antropológicas, donde coordina el Seminario Permanente Taller Signos de Mesoamérica, es uno de los más connotados estudiosos del México precolombino, experto en cosmovisión mesoamericana y en los pueblos originarios de México. Desde el cubículo que ocupa en el instituto, el historiador recuerda que  descubrió su vocación de historiador después de ejercer por un tiempo la abogacía. “Siempre me ha gustado más la Historia. El Derecho no era propiamente mi vocación”, dice.

Y fue justo el interés por la Historia lo que le hizo dejar el norte, el desierto, ese mundo con el que sigue soñando. “Llegué a la Ciudad de México buscando las condiciones favorables para dedicarme a la Historia”.

¿Qué lo llevo  a dejar Derecho y dedicarse a la historia de los pueblos originarios? 

Básicamente, mi afición por el estudio de las religiones politeístas, que siempre me llamaron mucho la atención y, por la vida indígena de los pueblos de México.

¿Por qué esa afición a las religiones politeístas? 

Me parecen formas de pensamiento muy lógicas, muy ricas, muy coloridas. Creo que el politeísmo permite ver el desarrollo de los hombres a través del arte, de la creación, de la narrativa. A través de muchos elementos, el hombre politeísta se vuelve un gran constructor en todas partes del mundo.

¿Fue fácil cambiar de vocación  y de ciudad? 

Sí, si comparamos las condiciones de antes con las de hoy. Entonces eran más favorables. Ahora, la vida de un joven que quiera dedicarse a la investigación es mucho más difícil.

¿Por qué es más difícil ahora?

Cuando llegué a trabajar a la Universidad no tenía título de historiador. Entré a trabajar con un título de abogado. Eso ya no es posible en nuestros días. Ahora, los jóvenes no sólo deben tener una licenciatura, sino una maestría o un doctorado, a veces hasta un posdoctorado para ver si, acaso, obtienen una plaza. Existe un gran desperdicio de esfuerzos y recursos, porque para preparar a un estudiante se necesita trabajo, tiempo y dinero. Lo que se invierte en un estudiante se desperdicia porque la sociedad que lo necesita y paga sus estudios no tiene la capacidad de ofrecerle el trabajo que aprende a hacer y que la sociedad necesita. Es absurdo.

¿Qué está fallando? 

No existe una lógica gubernamental correcta, porque no hay capacidad para cubrir las necesidades que tiene la sociedad mexicana de más profesionistas capaces. Estamos preparando a muchos; pero no hay forma de aprovechar el esfuerzo y los recursos que la preparación requiere. Por otra parte, no hay forma de generar un número mayor de profesionistas, aunque México requiera de una preparación superior mayor. Es urgente la necesidad de universidades públicas. No es posible que se quiera que sigan satisfaciendo los requerimientos nacionales las mismas instituciones de hace 10, 40 o 50 años. Por buenas que sean, por mucho que se esfuercen, dónde, con qué capacidades pueden atender a tanta gente como demanda el país.

El erario público se va en aviones, helicópteros, corrupción, nóminas infladas. Falta en el  país un gobierno que cumpla con las necesidades y anhelos de una sociedad.

¿Y qué está pasando con las comunidades indígenas?

Es un mundo que cada vez muestra más impulsos por surgir. Reclama su participación en un país multicultural que niega aceptarse como tal. Hay que reconocer que las minorías de todo tipo, no sólo las indígenas, contribuyen a la creación de una nación y no reciben los beneficios que su obra merece. No se trata de incorporarlos a la sociedad nacional: están plenamente incorporados con su trabajo aquí y fuera del país. Lo que necesita  que dicho trabajo sea reconocido. El país que ellos contribuyen a formar y mantener debe aceptar sus condiciones culturales y dentro de sus propias formas de vida darles oportunidades de desarrollo, con sus tradiciones, sus costumbres, sus leyes, en las formas que ellos determinen vivir.

¿Cuál sería el balance que haría de su carrera como historiador?

Mi vida universitaria ha sido muy positiva. El ambiente académico de la Universidad, los compañeros, los alumnos han permitido que me desarrolle a lo largo de décadas. Tengo mucho que agradecer a la UNAM. Aquí me inicié como profesionista; después, aquí me formé como historiador, como científico social, y aquí estoy, a esta edad de vejez aún útil. Tal vez me toque morir aquí mismo, en mi Universidad, que es una prolongación de mi familia y de mi hogar.

¿Ha contemplado retirarse? 

Parcialmente, como acabo de hacerlo. Dejo la que puede llamarse vida académica pública: las conferencias, los congresos, las comisiones y todo eso. Ya no estoy para esos trotes. Pero nunca se me ha ocurrido retirarme de mis actividades como investigador o como profesor, porque mi vida sería muy incompleta. Obviamente puede ser que en algún momento mis facultades físicas o mentales ya no alcancen para mantener la calidad de mi trabajo. Ojalá no alcance a vivir tanto tiempo. Espero que la desaparición total me pesque en plena actividad. 
Ahora es cuando más me voy a centrar en mis clases y en la investigación. Me retiro no para trabajar menos, sino para trabajar más, en una forma más eficaz y completa.

¿Qué proyectos le quedan por hacer? 

Hay muchos. No los voy a hacer todos porque no habrá tiempo; pero irán saliendo. Uno es el ya mencionado estudio sobre la ética y el trabajo en el México antiguo; otro y otros serán sobre iconografía. Están por ahora reposando en un cajón; pero irán saliendo.

¿Cuándo y por qué fue que tomó esa decisión? 

A principios de año pensé: “Ya soy un viejo de 80 años; me faltan unos cuantos días. Sin embargo, sigo brincando de aquí para allá y para más allá en congresos, presentaciones de libros de colegas, conferencias, jurados, mientras que el trabajo pesado, los proyectos fuertes de investigación, simplemente esperan”. Ya no hay tiempo para que esperen. No sé cuánto me quede de vida productiva; pero ya no es mucho. Si sigo en este plan, a qué hora me dedicaré a estos proyectos. Quiero darme el gusto de contestar muchas de las preguntas contenidas en ellos.

¿Qué satisfacciones le ha dejado su vida como historiador? 

Veo las satisfacciones más como pequeñas realizaciones en una continuidad cotidiana. No soy tan dado a los grandes momentos. Los tiene uno, satisfactorios e insatisfactorios, y es indudable que los satisfactorios te hacen  feliz. Pero prefiero la realización continua de la normalidad de la vida. Me gusta disfrutar más de ella que del bombo del gran momento.  Los tiene uno, indudablemente, así como momentos de insatisfacción. Pero  veo más la vida cotidiana, el momento. Me gusta disfrutar más de la construcción paulatina que del bombo del gran momento.

La construcción cotidiana no carece de momentos explosivos. En un principio tanto mi esposa como mis hijos se burlaban de mí, porque al estar trabajando tranquilamente, de repente gritaba y me levantaba de la silla porque me había topado o había alcanzado una clave que me resolvía un problema. Después, cuando mis hijos fueron adultos, pude yo burlarme de ellos cuando hacían lo mismo.

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