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El bailarín Gustavo Echevarría, de 23 años, nacido en la Ciudad de México, es egresado de la John Cranko Schule, una de las más importantes academias de ballet del mundo, semillero de los más destacados bailarines que han nutrido al Ballet de Stuttgart, entre ellos los mexicanos Elisa Carrillo, Rocío Alemán y Pablo Von Sternenfels. Tras su destacada formación en Alemania, fue invitado por la bailarina Marcia Haydée, quien fue una de las grandes figuras de la danza en Europa, para ser parte del Ballet de Santiago, en Chile, uno de los más importantes de la región.

Desde su ingreso a la compañía chilena ha recibido no sólo elogios de la prensa especializada, también oportunidades como importantes roles de títulos como Onegin, Romeo y Julieta, La bella durmiente y El Cascanueces. Echevarría forma parte de la muy reducida lista de mexicanos con una destacada trayectoria en teatros internacionales. Vía telefónica desde Santiago, habla de su trayectoria y su formación en la Academia de la Danza Mexicana, su experiencia en Alemania y sobre una difícil decisión: volver a América Latina para continuar con su carrera.

Bailabas danza folclórica, ¿cómo inicias en lo clásico?

—Empecé a bailar gracias a mi mamá que bailaba danza folclórica. En el mismo horario que ella tomaba su clase, había clases para niños y quería que yo las tomara. Siempre le dije que no. Un día acepté, y no quise salir nunca más. Desde ese momento se incrementó mi gusto por la danza, iba a muchos musicales. Mi meta no era el folclor ni el ballet, era ser bailarín de musicales de Broadway, tenía como ocho años cuando pensé eso. Un par de años después decidí estudiar danza de manera formal porque quería ir a Broadway. Investigué sobre escuelas y me encontré con la Nacional de Danza Clásica y Contemporánea, y con la Academia de la Danza Mexicana. Escogí la segunda porque impartían clases de cosas que me interesaban.

Y entonces descubriste el rigor de ballet y te encantó...

—Claro, porque en los dos primeros años de carrera aprendes las bases del ballet. Se me facilitaban las cosas, mi maestra me decía que tenía muchas condiciones. Fue difícil, no creas que fue simple escoger el ballet. Empecé a estudiar danza clásica por obligación, pero todo se acomodó hasta que me gustó.

¿Y qué descubriste en el ballet?

—Creo que empecé a entender todo, cómo se trabaja. Era un niño muy despistado. Mis maestros me decían que tenía muchas condiciones para el ballet pero que era muy flojo, yo pensaba que no lo era, que no era flojo. No sé cómo fueron sucediendo las cosas, era un niño y de pronto todo se fue poniendo más serio, sentí que me gustaba.

Habrás tenido muchos hallazgos sobre las capacidades de tu cuerpo.

—Claro, totalmente. Tuve la suerte de tener maestros de distintas nacionalidades, rusos, cubanos, mexicanos. Y llegó un punto en que a los 13 o 14 años empezaron a llegar muchas oportunidades para mí, me ofrecieron becas, así que me fui un tiempo a Guadalajara con Isaac Hernández y la escuela de su papá. Estaba loco. Me gané un premio y luego una beca para un curso en el Festival de Danza de Córdoba, ahí cambió mi vida porque me ofrecieron la beca para ir a la John Cranko Schule donde duré cuatro años.

¿Qué te dijeron en casa?

—Mi mamá siempre me decía que quería que yo me fuera a tomar clases durante los veranos, que fuera a Estados Unidos a estudiar inglés, ella siempre me metió ese tipo de cosas en la cabeza; pero recuerdo que yo, siendo mucho más joven, le reclamaba, le decía que yo pensaba que lo que ella en realidad quería era tenerme lejos, que no me quería. Sin embargo, cuando me dijeron que tenía la oportunidad de irme a Alemania con una beca completa no lo pensé, acepté, yo me quería ir. No le pregunté a nadie su parecer, yo estaba ahí, solo, parado frente a la organizadora del concurso y sólo dije que sí a la invitación. Cuando le hablé a mi mamá sólo le avisé que me iba. Todo fue muy fácil. Mi mamá siempre me apoyó, cuando volví a la Ciudad de México me metió a un curso de inglés y ya, estaba todo dicho, yo me iba a Alemania con otra compañera mexicana, Rocío Alemán.

¿Cómo fueron esos primeros días en Alemania?

—Fue un reto. En mi clase había un japonés, un turco, un austriaco y yo. El primer día tuve muy claro que yo estaba ahí para aprender todo lo que me fuera posible, que debía gozar cada momento. Vivía en un internado con muchos niños que pasaban por las mismas cosas que yo, un chico que no había salido de su casa y que vivía con su mamá. Las cosas se acomodaron muy bien. Me ayudó mucho que estuviera Rocío y que después llegaran Pablo y Andrea Salazar.

Si uno estudia en la John Cranko, el siguiente paso es encontrar un lugar en Suttgart...

—Sí, yo quería eso pero no tuve esa oportunidad. Los bailarines en el Stuttgart son mucho más altos que yo. Yo estaba muy chiquito a lado de ellos, era flaquito y lo sigo siendo, así que empecé a buscar trabajo en otras compañías. Estaba en otra ciudad en Alemania cuando me encontré con una bailarina y me invitó al Ballet del Teatro de Santiago. Ahí tomé una gran decisión en importante: volver a América del Sur y arriesgarme otra vez a un cambio completamente diferente. Me sentí con la capacidad de volver a América. Me atrajo la idea de volver a hablar español, de intentar otras cosas, de tener otro proyecto muy importante. Además, tenían un repertorio muy parecido a lo que bailaban en el Stuttgart. Mi mamá no estaba muy convencida, pero yo estaba seguro de que debía estar en donde estaba la oportunidad. Sí me estresé, pero un día simplemente pensé en que las cosas debían seguir su flujo normal. Agarré mis cosas y me fui a Chile.

¿Siempre supiste que tu estatura sería un problema?

—Yo mido 1.76 metros y la estatura mínima para una compañía como la de Stuttgart es de 1.80. A veces siento que estoy muy cerca de lograr algo y me enfrento a cierto tipo de peros. Me dicen que soy bueno pero no tengo la estatura. Eso me marcó un poco. Por eso, creo, ir a Sudamérica significó una gran oportunidad. Tenía que tomar distancia de todo ese mundo en donde a veces parece que es un fábrica de bailarines. Yo no quería quedarme en Alemania sabiendo que me darían roles que no me gustarían.

¿Cómo te ha ido? A juzgar por la crítica, parece que muy bien.

—Sí. Ha sido todo un proceso de aprendizaje. Siempre he sentido que todo lo hago con paciencia, con trabajo, con dedicación; siento que no ha sido fácil, pero todas las oportunidades que se me han dado las he tomado y las he sabido solucionar. Este año he bailado roles muy lindos, la dirección artística está confiando en mí. Por ejemplo, acabo de bailar el rol de Lenski de Onegin; vino gente de Stuttgart a montarlo, gente que yo conocía, eso me dio mucha confianza. Lo disfruté mucho y me parece que hay un antes y un después para mí. Mi mente cambió.

La prensa chilena habla muy bien de ti...

—Me gusta ser de bajo perfil, es decir, las críticas se dan cuando deben darse, pero deseo que las entrevistas o los artículos se den por sí solos, se den porque me han visto; quisiera ganarme esas cosas. A veces leo que dicen que soy una joven promesa de la danza... No sé. Yo lo que hago es trabajar mucho. Soy muy joven, estoy dispuesto a seguir avanzando, quiero ir por más.

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