Cuando la UNAM inauguró sus cursos de 1954, José Luis Ibáñez, el meticuloso director de teatro mexicano, se encontraba entre los primeros pobladores estudiantiles de Ciudad Universitaria. Tenía 21 años, pero no se fue a la Escuela Nacional de Comercio y Administración, donde estaba inscrito, sino a la Facultad de Filosofía y Letras. Desde entonces no la ha abandonado.

“Era un paraíso, no exagero. Entré en Filosofía y Letras, y mi vida, que no tenía rumbo propio, lo tuvo. Descubrí otro mundo y, para mi sorpresa, a los seis meses ya estaba experimentando con la escena. El maestro Enrique Ruelas nos envió a unos muy primitivos estudiantes de teatro a las preparatorias para impartir una materia obligatoria: Actividades Estéticas. Esa experiencia me dejó una marca y despertó mi vocación de profesor, que no conocía”, dice.

Al mismo tiempo que cumplía ese compromiso académico, Ibáñez se integró —con otros alumnos de la facultad, entre quienes destacaba Héctor Mendoza— a un proyecto que habría de tener enormes repercusiones en la vida cultural de la Ciudad de México e incluso del resto del país: Poesía en Voz Alta.

En ese grupo cultural, Ibáñez empezó como “ayudante escénico” y, cuando Héctor Mendoza obtuvo una beca para estudiar en Estados Unidos, lo relevó como director. Debutó con una obra de enorme trascendencia histórica: Asesinato en la catedral, en la que el anglo-estadounidense T. S. Eliot advierte sobre el ascenso del fascismo.

Antes, en 1955, Ibáñez había dirigido una puesta en escena de Tartufo, del inabarcable Moliere, con el grupo estudiantil de Filosofía y Letras.

“Por accidente, no por méritos. Así fui aprendiendo, porque la vida me ponía las olas para que las navegara. Es la verdad.”

Poesía en Voz Alta

El proyecto de Poesía en Voz Alta se echó a andar con el apoyo de Jaime García Terrés, quien estaba al frente de Difusión Cultural de la UNAM. Sin duda fue un acierto que un grupo heterogéneo de artistas se hubiera reunido en un momento en que el teatro mexicano transcurría, con ideales y exigencias, por el camino de la Revolución. La lista de los integrantes de Poesía en Voz Alta era extensa. La encabezaba Octavio Paz (“¿quién más alto que él y su obra?”); también participaron Juan José Arreola, quien bautizó el proyecto, Juan Soriano, Leonora Carrington, Antonio Alatorre y Margit Frenk —entonces su esposa—, así como su hermano Enrique, entre otros.

“Poesía en Voz Alta tuvo una vida breve, pero ahora atrae la atención de muchas personas. Roni Unger, una estudiante estadounidense, reunió los testimonios de los integrantes del proyecto (incluso entrevistó a Paz) y elaboró una tesis doctoral que luego editó en forma de libro. A cada uno de los entrevistados nos regaló un ejemplar. Alatorre lo leyó y en uno de sus libros dejó un testimonio en el que certifica que el único trabajo que dice realmente lo que pasó en Poesía en Voz Alta es ése. En 2006, por iniciativa de Rodolfo Obregón, el Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli (CITRU) editó el libro de Unger. Ahí está todo lo que se quiera saber de ese proyecto.”

Montaje de obras y clases en la UNAM

Hasta entonces, Ibáñez había realizado su trabajo escénico en un campo específico: el universitario (primero en la Facultad de Filosofía y Letras, y después en la Casa del Lago). En julio de 1959 montó, por primera vez en el país, Las criadas, de Genet.

“No gustó porque es una obra inquietante, escrita para agitar y descomponer al espectador. Pero cumplió su cometido y me dio la oportunidad de trabajar con dos fulgurantes estrellas: Rita Macedo y Ofelia Guilmain, y una muchacha que ha llegado a ser una de nuestras actrices más distinguidas: Mercedes Pascual. Con ellas tres entendí la esencia de la escena.”

Gracias a Robert W. Lerner, un productor estadounidense asentado en México, no tardó en abrirse otro campo de acción.

“Me dijo: ‘Quiero que vengas a trabajar conmigo’.”

No pasó mucho tiempo antes de que, por medio de Lerner, Ibáñez conociera a Silvia Pinal y la preparara para una actuación. Con ella hizo en 1976 Mame, musical de Jerry Herman, Jerome Lawrence y Robert Edwin Lee, basado en la novela Auntie Mame, de Patrick Dennis.

“Fue el éxito más grande de su vida. Esa obra la dirigí dos veces más: en 1982 y 1989.”

Mientras tanto continuó impartiendo sus clases en la Universidad Nacional, es decir, hizo compatible el rigor de la vida académica con el de la escena profesional.

Teatro clásico

En opinión de Ibáñez, los sismos de 1985 en la Ciudad de México y otras circunstancias asociadas al entorno político, económico y social del país se encargaron de borrar ese teatro mexicano, aunque floreció otro.

“Hoy, irónicamente, el teatro de la UNAM, en su enorme diversidad, es el que fortalece la vida teatral mexicana.”

También surgió la Compañía Nacional de Teatro, que cada vez recibe más atención. Justamente ahí se han reunido algunos de los elementos más distinguidos, y ahora están dando a la nación, como dice su lema, lo mejor de ellos mismos.

Con la experiencia de Poesía en Voz Alta, Ibáñez fue dándose cuenta de que lo que más le apasionaba era nuestra lengua en su forma estética, representada por el teatro clásico.

“Pero como poder, que es lo que verdaderamente unifica. Muchas cosas nos dividen, nos separan, nos antagonizan, pero una misma lengua nos unifica, y la lengua con la cual nací cada vez me es más admirable, diversa e ingobernable. El que la quiere sujetar, la desconoce.”

Campeón de la terquedad

Ibáñez también ha incursionado en los foros de televisión y de cine, pero considera que no sirve para hacer ni uno ni otro.

“Si aún estoy en el teatro es porque soy el campeón de la terquedad, como me definió un día Tomás Segovia.”

Sor Juana, Calderón, “nuestro Alarcón” y Lope de Vega son los autores que más conoce y lo mantienen vivísimo y ocupado, más ahora que se dio una feliz coincidencia.

“En el primer programa de Poesía en Voz Alta, que literariamente estuvo a cargo de Juan José Arreola, éste escogió un fragmento de Peribañez y el comendador de Ocaña, de Lope de Vega. Era uno de los más aplaudidos… Tantos años después, aquí, en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro, me han propuesto montar Peribañez… para abrir el nuevo foro de la Facultad de Filosofía y Letras.”

A lo largo de su carrera como director de teatro, Ibáñez ha trabajado con una gran cantidad de actores y actrices. Entre ellos sobresalen Rita Macedo, su hija Julissa y Silvia Pinal.

“Rita y Julissa fueron arraigándose en mí de una manera que no puedo describir en una sola frase. Mucha de mi vida escénica ha sido por ellas y con ellas. Cuando Julissa empezó a sentir gusto por el teatro, Rita quiso que la ayudara a estudiar sus primeros libretos. Julissa tuvo confianza en mí y nos hicimos entrañables amigos. Tengo el orgullo de ser parte de las dos. En cuanto a Silvia, tiene una carrera y un arraigo en la imaginación popular que no deben ser definidos por mí, pero me siento parte de ese océano que es ella.”

Asimismo, Ibáñez estableció una amistad perdurable con Enrique Álvarez Félix.

“Nos hicimos amigos antes de que terminara su primera carrera, cuando aún no se manifestaba su deseo de ser actor. Llegué a formar parte del entorno familiar de Enrique y de su madre. Por ese tiempo, finales de 1959, se iba estrenar La cucaracha, de Ismael Rodríguez. Los universitarios tuvimos el gusto de ver entrar a María Félix en un Auditorio Justo Sierra lleno de estudiantes, para presentar esa película antes de la premier.”

Si bien Ibáñez nunca trabajó con la actriz, ésta había aceptado que la dirigiera hasta en dos ocasiones, sólo que, por diferentes circunstancias, los proyectos (una película y una obra de teatro) salieron de sus manos (una de esas ocasiones lo sustituyó el director Luis Alcoriza).

“Finalmente, Alcoriza tampoco pudo continuar la película porque se desbarató en el camino. Llevaría por título La cárcel de cristal y estaba basada en un guión de Julio Alejandro, también buen amigo mío. Pero quién sabe por qué mala suerte se frustró.”

Lo mismo pasó con Tovarich, de Jaques Deval, obra con la que María Félix se presentaría por primera vez en los escenarios teatrales, bajo la producción de Lerner.

“La lucha para montar esa obra, súper conocida en la década de los años 30, la hizo el productor. Pensaba específicamente en la gran actriz para adaptarla a México. María Félix había aceptado que yo la dirigiera, pero se fue desencantando. Quizá no tenía ganas de hacer teatro. Con todo, este hecho no acabó con nuestra amistad.”

Todas esas circunstancias hicieron que Ibáñez concluyera que él no era para el cine, sino que su terquedad funcionaba en —y para— el teatro.

“Si quería aprender a hacer cine tenía que dejar el teatro y eso no podía suceder. El caso es que, entre mi vida universitaria y las otras experiencias, me decidí por el teatro. Y así se quedó”, finaliza.

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