En mayo de 2018 alcanzamos, de nuevo, un récord mensual de homicidios a nivel nacional: 2,890 personas asesinadas, un promedio de 93 homicidios al día. Todos los sectores sociales han sido afectados, aunque no de forma igual. Los jóvenes son las principales víctimas de la violencia homicida. Además, ciertos sectores con mayor riesgo —como los migrantes, los niños y las mujeres— han sido especialmente afectados, mostrando aumentos sin precedentes en el número de casos y también en la brutalidad de los actos. A la vez, nuevas formas de violencia apuntan a un reacomodo de las estructuras del poder. Tal es el caso de la violencia en contra de policías y de candidatos políticos en el proceso electoral.

Para finales de mayo, la consultora Etellekt (Indicador de la violencia política en México, 2018) afirmaba que habían sido asesinados 102 políticos y candidatos en todo el país durante el proceso electoral. Además, se habían registrado 357 agresiones contra políticos y candidatos (incluyendo amenazas, atentados, secuestros y asesinatos). Hace unos días, este diario reportaba que, al 21 de junio, habían sido asesinados 47 candidatos a elección popular. Según Etellekt, la mayoría de las ejecuciones de políticos o candidatos (67%) fueron realizadas por comandos, una proporción menor por asesinos solitarios y 17% fueron torturados. No hay cargos ni partido exentos, aunque la mayoría compiten por cargos locales.

La respuesta de los mexicanos frente a la violencia política, como a otros tipos de violencia, ha sido, en el mejor de los casos, tibia. Nos hemos habituado a tal grado al despilfarro de la vida que sólo reaccionamos ante las imágenes más atroces. No advertimos lo que significa para la vida social y política un proceso electoral en el que competir políticamente implica poner en riesgo la vida. ¿Qué sentido tiene el voto en los lugares donde la disidencia se puede silenciar a balazos? Aceptamos las trampas, la difusión de notas falsas, el reparto de despensas y la compra de votos como parte normal de nuestra vida política. Aceptamos ahora la muerte como parte de la competencia política. Avalamos así el establecimiento de un Estado fundamentado en el engaño y la violencia.

Para las autoridades, la salida fácil para explicar estos crímenes —y poder dar carpetazo a las investigaciones— es enmarcarlo en el discurso del crimen organizado. ¿Quién está matando candidatos, mujeres y migrantes? ¿Quién ejecutó a los policías? Fue el crimen organizado. Ahí la explicación que todo acomoda ante la desgracia mexicana. Durante años, hemos aceptado la narrativa que afirma que si alguien muere es porque era delincuente y, en consecuencia, no es necesario ni el lamento ni la investigación de ese homicidio. Aceptamos, bajo esa historia, las ejecuciones sumarias y la tortura. Esa indiferencia ahora facilita que la clase política (y la posibilidad de un gobierno democrático) sea eliminada ante nuestros ojos anestesiados.

Varios estudios, sin embargo, muestran que en las redes criminales mexicanas frecuentemente participan tanto ciudadanos como autoridades: policías y militares que desaparecen gente o cuidan capos; agentes penitenciarios que extorsionan; funcionarios locales y federales que cobran ilegalmente por servicios o permisos que legalmente deben dar (o no dar). Según el informe de Etellekt, del total de agresiones registradas contra políticos y candidatos, 72% fueron dirigidas contra políticos de oposición a los partidos gobernantes. Es necesaria más información para entender si (y cuándo) la violencia política viene de una complicidad. Pero la narrativa que afirma simplemente que fue el crimen organizado, posibilita que las autoridades no investiguen y esos delitos queden impunes.

La violencia de estas elecciones nos ponen, como colectividad, el gran reto de la reconstrucción de la seguridad. Tendríamos que empezar por exigir una investigación seria para cada homicidio antes de aceptar, sin más, que se trata de una muerte merecida.

División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea

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