Cuentan los cronistas de la época que tras el asesinato de Álvaro Obregón, en julio de 1928, el general Plutarco Elías Calles devino en el “Jefe Máximo de la Revolución”. Los obregonistas exigieron la renuncia de Luis N. Morones, a quien atribuían estar detrás del homicidio y reclamaban para uno de los suyos la Presidencia interina. La astucia de Calles le permitió convencerlos y lograr que los jefes militares lo facultaran para decidir quién sería el interino: se inclinó por Emilio Portes Gil, abogado tamaulipeco que ocupaba la Secretaría de Gobernación y quien tenía apenas 37 años al rendir su protesta. En meses siguientes, Calles se concentró en lo que sería una de sus grandes aportaciones al sistema político: la creación del Partido de la Revolución.

Apenas venía lo mero bueno: le correspondería a la convención constituyente del Partido Nacional Revolucionario (PNR) elegir al candidato presidencial. Los obregonistas se sumaron en torno a Aarón Sáenz Garza, gobernador de Nuevo León, quien había sido el jefe de la campaña de Obregón y, en efecto, hasta la víspera de la convención todo apuntaba a que el licenciado, general e industrial, saldría electo, las adhesiones a su favor parecían abrumadoras. Pero Calles tenía preparada una sorpresa.

El 4 de marzo de 1929, en el Teatro de la República, en Querétaro, los delegados que se disponían a votar por Sáenz, recibieron la “línea” del Jefe Máximo: el “bueno” sería un oscuro general michoacano, Pascual Ortiz Rubio, a quien el vulgo apodó El Nopalito. Así nació el instituto político de la Revolución, con un “pecado original”: la antidemocracia. Las escasas voces disonantes serían acalladas por el barullo mayoritario de quienes podían cambiar de voto según los dictados de arriba.

Como ha ocurrido a lo largo de su historia, el PRI reformó sus documentos básicos el pasado fin de semana. Lo hizo en el sentido y con los límites dispuestos por su jefe real, el presidente Enrique Peña: ha abierto los candados que impedían a no militantes ser postulados candidatos a la Presidencia de la República; un partido tan viejo que parece no tener entre sus cuadros a una figura competitiva y sin cadáveres en el clóset. También se dispuso que al menos uno de cada tres candidatos a cargo de elección popular sea para jóvenes (de hasta 35 años); habrá que ver si no les hacen como a las mujeres que postulan en los distritos sin destino (“nacidas para perder”).

Como para lavarse la cara —¿se puede?—, dispuso también la creación de Comisiones de Ética Partidaria (nacional y estatales), además de la Secretaría Anticorrupción, para garantizar probidad de sus candidatos.

Más polémica fue la regla antichapulines: los electos por la vía plurinominal no podrán saltar a otro cargo de elección por la misma vía.

De los integrantes del gabinete que se mencionan para la candidatura presidencial, sólo uno no cumplía con los requisitos de militancia de diez años, José Antonio Meade, aunque ese requisito habría sido salvado si, como es previsible, el PRI va en alianza con otro partido —siempre estuvo abierta esa posibilidad, pues es responsabilidad del Consejo Político decidir los términos de las alianzas electorales—. Meade es un profesional respetado que ha colaborado lo mismo en gobiernos panistas que priístas y tiene, entre otras cualidades, ser el candidato de las élites económico-financieras, y ser amigo cercano de Luis Videgaray, el álter ego de Peña Nieto (¿o es al revés?)

El movimiento de los candados puede ser un “destape” anticipado o solo una manera de abrir la baraja. Pero una cosa es segura, el PRI va a hacer todo lo que tenga que hacer para retener la Presidencia. Pero para esto necesita conjugar, al menos, dos ingredientes mayores: la fuerza de un aparato, hoy disminuido, y un candidato capaz de conectar con los electores. En eso están.

En un tiempo en el que el desgaste del Presidente y su gobierno alcanza niveles inéditos, si el Gran Selector se equivoca, el priísmo y la clase gobernante mexiquense, enfrentarán no solo la derrota, sino una persecución feroz. Como ocurrió en la convención fundacional de 1929, los delegados acudieron a defender y a votar, sin remilgos, lo que dispuso el Jefe Máximo. Fiel a sus orígenes, el PRI, como antes el PRM y el PNR, sigue cargando su pecado original.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

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