No deja de sorprenderme —y, lo admito, irritarme— la hostilidad del público a la filmografía de James Gray. En imdb.com sólo una de sus películas, Amantes (Two Lovers, 2008), goza de un no muy sano 7.1 de aprobación, mientras que todas las demás tienen una calificación de alrededor de 6.5. El colmo: un usuario de la página comenta en una reseña que el último filme de Gray, Z: La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), es “inusual”. Pero al contrario de la mayoría de los espectadores, yo veo en Gray a una especie de neoclasicista, es decir, un cineasta que hace películas de Hollywood como se solían hacer entre los años 40 y 60 pero con una serie de ajustes que reparan varias características, desde la mentalidad un tanto primitiva de aquel cine, hasta el ritmo y el tono, trascendidos con una elegancia y una sutileza aprendidas del Nuevo Hollywood de los 70. A diferencia de sus influencias —principalmente Francis Ford Coppola y Martin Scorsese—, Gray no es un revolucionario. Sus películas son totalmente narrativas: se pueden contar en palabras, a diferencia de la visionaria Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979) o la neorrealista Mean Streets (Malas calles, 1973), que sólo pueden entenderse al mirarlas. Si el cine popular es el que cuenta historias con claridad, el fracaso de un narrador brillante como Gray me parece inexplicable.

Z: La ciudad perdida narra la vida del explorador británico Percy Fawcett (Charlie Hunnam), un hombre dividido entre la norma social del Imperio Británico a principios del siglo XX y una honestidad intelectual que niega el racismo y la falsa noción de superioridad de los europeos ante otras culturas. En tiempos cuando la ultraderecha en Estados Unidos y Europa repite estas conductas discriminatorias, Z: La ciudad perdida resulta una película esencial para entender las raíces de nuestro tiempo e intentar no arrancarlas pero sí reorientarlas del colonialismo y la simplificación a la compasión y el misterio.

Gray comienza su historia en 1905. A Fawcett lo vemos por primera vez en una cacería donde su carácter se desparrama en todas sus acciones: un líder noble pero agresivo, obsesionado con levantar el nombre manchado de su familia. Sus valores al comienzo de la cinta son enteramente aristocráticos pero sus exploraciones en el Amazonas lo harán más sensible a la realidad del otro: el ‘indio’ menospreciado por el orgullo imperial. Ante la terquedad racista de sus colegas, Fawcett se obsesiona con probar la existencia de Z, una ciudad oculta que podría ser lo que hoy conocemos como Kuhikugu, en Brasil. Con esto Fawcett busca demostrar que los nativos de Sudamérica son iguales a sus colonizadores europeos.

La visión neoclasicista de Gray se manifiesta al evitar los lugares comunes de la película de aventuras: ni los indios son brutos infrahumanos que requieren la ayuda del hombre blanco ni el protagonista europeo es un ser sobrehumano en sus virtudes. Fawcett admira la fuerza de su esposa, Nina (Sienna Miller), pero no le permite viajar con él porque las mujeres —piensa, a pesar de su humanismo— tienen actividades propias de su género. Como padre, Fawcett no es siquiera un fracaso porque siempre está ausente. Al negar las simplificaciones usuales en las cintas biográficas y de aventuras, Gray evita ser anticuado y aunque no crea algo enteramente nuevo, sí se muestra subversivo hacia las tendencias morales del pasado. La interpretación de Hunnam, con su voz ronca y un porte soberbio que se transforma en una arrogancia domada, reafirma las ideas de Gray porque el personaje no está hecho para agradar o inspirar sino para ser humanizar.

Esta tendencia también se aprecia en los nativos que descubre Fawcett. Aunque la película se enfoca en desafiar los estereotipos europeos, nunca cae en idealizaciones como las de, digamos, Neil Young en su canción “Cortez the Killer”, donde asume ingenuamente que los pueblos mesoamericanos no conocían la guerra. El mundo, en el cine de Gray, es complejo y no puede ser explicado simplemente como bueno o malo.

Formalmente la película podría haber tomado la elección más obvia y sencilla: imitar a Werner Herzog, maestro de las filmaciones en la jungla, pero Gray es un cineasta profundamente estadounidense, así que imita la coloración romántica de Coppola. Si en Sueños de libertad (The Immigrant, 2013) su Nueva York de principios del siglo XX era una evocación directa de la de Coppola en El padrino: Parte II (The Godfather: Part II, 1974), su jungla amazónica es muy similar a la de Apocalipsis. En ambas las flechas vuelan desde atrás de los arbustos y la luz anaranjada es sinónima de una belleza inefable pero también del crepúsculo que acecha a los personajes en el paraíso mortífero. La mayoría de las tomas se deslizan de una a otra con gracia y delicadeza para que observemos cuidadosamente las magníficas composiciones visuales porque en Z: La ciudad perdida no existe la prisa ni la manipulación. Otro ejemplo de esto es que Gray evita usar la música como un artefacto para arrebatarle emociones al espectador y la emplea más bien como un motivo que representa el éxtasis.

Sin embargo el estilo se diversifica a lo largo de la película. Gray es igualmente hábil dirigiendo secuencias de fantasía o una escena de guerra. De lo intangible a lo material, su estilo siempre retiene la elegancia, incluso en situaciones extremas. Un ataque de pirañas, entre los colores cálidos y los movimientos realistas, es hermoso y a la vez grotesco. Esto señala el nivel de artificialidad en el filme, que por supuesto existe: Gray no aspira al realismo, pero no se puede decir que su cine sea ingenuo o idealista. El balance que ha creado en su filmografía me parece único y quizá sea el elemento que repele a muchos espectadores. Las películas de Gray no son totalmente complacientes ni abiertamente desafiantes. Son más bien piezas idiosincrásicas que superan la experiencia del Hollywood clásico sin abandonarla del todo. Quizá teniendo esto en mente los espectadores puedan disfrutar más la obra de uno de los grandes cineastas estadounidenses de la actualidad. Valdría la pena.

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