Durante la semana pasada un par de amigos me hicieron notar cómo encuentro seguido a Martin Scorsese y a Rainer Werner Fassbinder en películas de cineastas más jóvenes. Ni exageran ni mienten. Mi obsesión con estos directores es similar a la de Edith Piaf, que cantaba: “Estás por todo el cielo. Estás por toda la tierra”. Pero no es exclusiva: Robert Bresson y Wong Kar-wai también se me aparecen en bastantes películas porque, para mí, el cine contemporáneo es inconcebible sin la influencia de estos cuatro autores. Apenas la semana pasada vi una posible alusión a Happy Together (1997), de Wong, en El hilo fantasma (Phantom Thread, 2017), pero en esta ocasión me siento tentado a asegurar que está presente en Una mujer fantástica (2017), del chileno Sebastián Lelio.

La similitud obvia es que tanto el filme de Wong como el de Lelio son un intento de normalizar lo que ciertas sociedades —o ciertos grupos dentro de ellas— consideran todavía anormal. Se trata de la homosexualidad, en el caso de Happy Together, y de la vida transgénero, en el de Una mujer fantástica. Pero además el deseo de los protagonistas de viajar a las cataratas del Iguazú, junto con una paleta de colores donde brotan de repente el amarillo, el rojo, el azul y el morado, las ligan de manera, para mí, inconfundible. Esto no demerita la obra de Lelio en asboluto sino que nos sugiere su aspiración de seguir al maestro hongkonés. Las similitudes de Una mujer fantástica con Gloria (2013), el filme anterior de Lelio, demuestran la congruencia suficiente para creer que el director chileno es mucho más que un simple imitador.

Si en su última película Lelio describía la edad y el carácter femenino como atrapados por la ciudadanía del estereotipo, en la más reciente recurren estos temas y se añade la discriminación. Marina (Daniela Vega), la protagonista, está enamorada de Orlando (Francisco Reyes), un hombre mucho mayor que ella. Pero él le corresponde. La suya no es una historia de abuso sino una despedida imprevisible. En una escena al principio vemos a Orlando entrar a un restaurante, y, en el fondo, fuera de foco, aparece una muchacha elegante, atractiva, cantando con su banda. Detrás del hombro de Orlando, la cámara recupera el foco y nos descubre a Marina. Lelio nos invita a mirarla como él. Más tarde, en lo que parece una profecía, ambos bailan “Time”, de Alan Parson’s Project, una canción donde el narrador se pregunta si volverá a ver a la persona que ama. En la madrugada Orlando muere.

La relación de una joven con un divorciado viejo no es, de por sí, bien vista. Marina, además, es transgénero. Por esto los médicos, los policías y los familiares de Orlando no la miran: la miden. Un policía le pregunta incluso si Marina Vidal es un apodo. Gabo (Luis Gnecco), el hermano de Orlando, comienza a acercarse para darle un beso cuando la conoce en el hospital, pero inmediatamente recula y le da la mano. Conforme recurre este tipo de escenas —a veces, no lo niego, llegando a ser redundantes en lo que parece un catálogo de discriminaciones—, nos damos cuenta de que Una mujer fantástica es un filme de denuncia, de resistencia —y en ese mismo sentido, de inspiración— pero también es una inusual historia de fantasmas disparejos. Uno de ellos es Orlando, que se le aparece a Marina para guiarla; el otro es la intolerancia, que en pleno siglo XXI nos tiene embrujados con ideas anticuadas.

Incluso las mujeres se rehúsan a aceptar a Marina. Ante el rechazo de la actriz y activista Rose McGowan hacia las mujeres trans, Una mujer fantástica podría ser también un llamado a la interseccionalidad de feministas como ella. En la película es de hecho una mujer la que provoca una terrible escena en la que Marina es inspeccionada por un médico legista. En los gestos de los personajes Lelio nos confronta no con el cuerpo de alguien que muchos consideran extraño sino con la humillante fealdad de la extrañeza misma. Su filme tiene no sólo dos fantasmas sino también la doble cualidad del sueño: la fantasía cumplida y la pesadilla hiriente.

Otras imágenes oníricas nos describirán la belleza de un amor que trasciende el cuerpo —en el sentido más literal, a veces— y la vileza de la opresión en la deformidad de un rostro inocente. Ahora que lo pienso, Una mujer fantástica también me recuerda a Pedro Almodóvar. Lo evoca la admiración por una mujer que eligió su feminidad, como la Agrado (Antonia San Juan) en Todo sobre mi madre (1999), pero también una expresiva imagen en que un viento similar al de Volver (2006) enfrenta a Marina. Hojas de periódico y de árbol, bolsas de plástico, se avientan en su dirección hasta que ese mismo aire rencoroso la sostiene. Esta ironía nos dice algo sobre la adversidad y su extraña naturaleza: primero frena pero luego levanta.

A pesar de las redundancias que mencioné antes, Una mujer fantástica posee una ambición enorme que se vierte en su belleza y su capacidad para humanizar a su protagonista, e incluso a algunos de sus detractores. Ante la posibilidad de generalizar y condenar, Lelio continúa la labor humanística de sus predecesores y encuentra, en los estereotipos, personas.

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