Cuando se empieza a conversar de cine y moralidad, las cafeterías se paralizan en un pasmo incómodo. Sospecho que tiene que ver con que a menudo se confunde el moralismo con el idealismo y se cree que un arte moralista es el que nos dirá cómo vivir. El realizador cristiano Paco del Toro vive de eso, y su cine no me parece nada menos que propaganda. Una propaganda, por cierto, idiota y mal hecha. Es cierto que algunos grandes moralistas del pasado como Dostoyevsky y Tolstói incluyeron mensajes de evangelización en sus novelas, pero la mayoría las admiramos no por lo que proponen sino por lo que critican. En ese sentido, el director ruso Andréi Zviáguintsev me parece uno de los moralistas mayores del cine contemporáneo, junto con los rumanos Cristi Puiu y Cristian Mungiu. Todo indica que la caída del totalitarismo puso en alerta a los cineastas del Oriente europeo.

En Sin amor (Nelyubov, 2017), su más reciente película, Zviáguintsev continúa observando a la sociedad rusa como en el resto de su filmografía: decadente, vulgar, corrupta. Si en Elena (2011) el hijo pobre de la protagonista espera sacar un beneficio de la enfermedad de su padrastro rico, o en Leviatán (Leviafan, 2014) un hombre necio se defiende de un alcalde corrupto hasta que sólo le quedan las lágrimas, en este nuevo filme reaparece una despreciable unidad familiar donde los errores atraviesan el tiempo y despedazan el futuro. No es coincidencia que las primeras imágenes de Sin amor nos presenten un árbol moribundo. Sus ramas parecen extenderse al cielo suplicando que Dios lo derribe. Sus raíces partidas parecen el principio del anhelado fin. En Leviatán Zviáguintsev abrió y cerró la película de manera similar, con imágenes de un océano amenazante y el esqueleto de una ballena. Es el leviatán de Job y de Hobbes: por una parte, la bestia indomable que no pide perdón; por el otro, el Estado en ruinas que se traga la dignidad. En Sin amor el árbol y sus raíces rotas nos dicen mucho de los protagonistas y los temas que representan: el desamor dentro de una familia es el fin de la sociedad.

Alyosha (Matvey Novikov) tiene 12 años, es moscovita y al salir de clases le gusta caminar por el ominoso árbol que está en camino a casa. Sus padres se están divorciando. Su madre, Zhenya (Maryana Spivak), pasa su tiempo libre explorando Facebook o embelleciéndose para su amante rico. Nunca sabemos exactamente en qué trabajan ella o su ya ex esposo, Boris (Aleksey Rozin), pero Zviáguintsev muestra ambientes laborales donde la imagen física y pública es un lenguaje con el cual persuadir al ascenso social. Boris tiene una amante embarazada y teme ser despedido si su jefe, un devoto cristiano ortodoxo, se entera de que se ha divorciado y ya espera un hijo de otra mujer. La sociedad rusa, en la visión de Zviáguintsev, asigna tragedias por género y clase: los pobres buscarán la protección de los ricos, y las mujeres se escudarán detrás de los hombres. En la que me parece la imagen más elocuente de la película, Alyosha aparece llorando detrás de una puerta que su madre jala sin notar que él está ahí. Obsesionados con su propia felicidad, los padres de Alyosha no le hacen caso a su hijo. Hasta que no tienen otra opción.

Para contar esta historia, Zviáguintsev recurre a muchos de sus artefactos ya usuales. La radio y la televisión complementan sus observaciones, mientras que las tomas del interior de los autos transcurren en un tenso tiempo real. Ya antes describí la imagen metafórica que rodea la película. El estilo, en general, posee una teatralidad inmensa desde los significativos diálogos hasta el énfasis en el movimiento de los personajes, captados por imágenes en su mayoría estáticas. Sin embargo algunos planos y algunas aparentes distracciones, como el ambiente en un restaurante lujoso, buscan ilustrar la codicia rusa y la inacabable fealdad que esconden las cosas y las personas más bellas de su sociedad. En ocasiones, como cuando Zhenya viste un uniforme olímpico ruso, Zviáguintsev puede llegar a caer en lo didáctico, es decir, su crítica y sus símbolos resultan obvios, pero en sus mejores momentos —que, hay que decirlo, abarcan una vasta mayoría de la película—, el director aplica una sutileza admirable. La sexualidad de los personajes adultos, por ejemplo, está siempre escondida bajo la sombra. No es una cuestión de pudor sino de ironía. Zhenya, abrazada a su amante, le explica que está desesperada por ser feliz pero el claroscuro anuncia otra cosa.

Me gustaría mucho comentar la trama de la película en general, pero quizá sea mejor que el espectador la descubra por su cuenta. Al menos puedo decir de manera muy general que me parece la más tensa de Zviáguintsev, ya un experimentado hacedor de tragedias cuya denuncia no cancela lo humano sino que lo resalta en nuestra ineludible disposición para errar.

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