En mi opinión el mejor estreno de la semana es Nadie nos mira (2017), de la directora argentina Julia Solomonoff. La naturalidad con la que representa la vida de un inmigrante gay en Nueva York y la complejidad psicológica que usa para explorar la maquinaria del fracaso son solamente dos de varios elementos notables en una película sutil pero brillantemente dirigida. Habiendo dicho eso, el filme más interesante de la semana es uno que me parece más ambicioso aunque menos logrado que el de Solomonoff: No soy una bruja (2017), de la directora zambiano-galesa Rungano Nyoni. No es una cuestión política la que orienta mi decisión sino puramente estética. Las imágenes de toda la cinta, el humor de su primera mitad y lo adecuado de su denuncia la hacen socialmente relevante y formalmente atrevida, aunque no sin sus problemas, que discutiré más adelante.

Situada en Zambia, la tierra natal de Nyoni, No soy una bruja comienza con una de sus mejores imágenes. Crítica, a la vez, de la noción occidental de exotismo y de la sumisión de las colonias dominadas ya no con armas sino con dinero, la escena nos muestra el interior de una camioneta. En una sola toma desde el interior vemos cómo los pasajeros bajan y se acercan a un corral donde está sentado un grupo de mujeres maquilladas de blanco. Son brujas. El guía explica a los visitantes —una de ellos de apariencia europea— que las brujas pueden volar hasta el Reino Unido y que a menudo salen a matar gente. Afortunadamente están sujetas a un cordón que les impide llevar a cabo sus malignos quehaceres. La parquedad que nos hace dudar sobre si reírnos o no contrasta con la idiotez del guía, de sus visitantes, e incluso de las supuestas brujas, que se someten a la noción que otros tienen de ellas y aceptan convertirse en un espectáculo.

Aunque los europeos se llevan varios manazos, la ignorancia y la superstición de los zambianos son los principales blancos de Nyoni, que se rehúsa a aceptar la conformidad de sus compatriotas como una excusa para retener una mentalidad neocolonial. Los personajes más vulnerables —aunque también participan en la opresión— son las mujeres que, sin educación en una cultura hostil hacia ellas, aceptan su rol y desarrollan mecanismos de poder que no logran o siquiera intentan cambiar las cosas, sino mantenerlas como están. Debajo de todos ellos en la cadena alimenticia se encuentra la protagonista, Shula (Maggie Mulubwa). De sólo ocho años de edad, su lugar en el mundo está sujeto al control de otros, particularmente el de un funcionario local del gobierno (Henri Phiri) que, en la noticia de una pequeña bruja, encuentra una inesperada oportunidad para mejorar sus finanzas aunque su mansión no sugiere necesidad. Pronto Shula se convierte en jueza itinerante, climatóloga y celebridad local. El contraste entre su situación de aparente privilegio y su corporalidad casi inmóvil capturan el patetismo en el fondo de la situación. Shula es sólo una niña que no quisiera tener ni responsabilidades ni controles. Su expresión siempre melancólica y su anhelo de ir a la escuela hacen que lo que empieza como una farsa termine como una tragedia. Marx revertido.

Sin embargo la progresión hacia un tono cada vez más melancólico falla. La transformación no es precisamente gradual sino que los chistes parecen agotarse a la mitad del filme. Afortunadamente las críticas y las ideas se sostienen pero algunas escenas desperdician el potencial humorístico y terminan siendo no de un humor parco como el de Aki Kaurismäki o Jim Jarmusch sino simplemente largas. Dado que se trata del primer largometraje de Nyoni, la explicación puede estar en su carrera como cortometrajista. La película a veces parece más una colección de cortos protagonizados por el mismo elenco que una historia uniforme, aunque el arco narrativo está presente. El poco desarrollo que tiene Shula contribuye a este efecto porque se trata claramente de una caricatura en una película con intenciones cada vez más serias.

Decir que estos errores destruyen los triunfos de No soy una bruja sería muy exagerado pero sí es cierto que hacen de ella un prometedor debut, nada más. En un futuro largometraje —porque merece hacerlo—, Nyoni deberá dar más cohesión a su historia y no abandonar algunos artefactos que abundan en el inicio de la película pero que van desapareciendo, salvo por las expresivas y hermosas composiciones visuales. En una escena con un chamán, por ejemplo, Nyoni congela los cuadros mientras el brujo prepara un ritual y añade efectos musicales para acentuarlos. Todo esto construye una atmósfera de ridículo que se burla de la superstición pero no desde la perspectiva —de nuevo— del exotismo según Occidente, sino de un feminismo que se rehúsa a aceptar que las mujeres sean vistas como algo que no sea un ser humano. O, mejor dicho: como algo. Una conmovedora escena muestra a Shula llorando en medio de un circo mediático y nos dice con vehemencia que ella no es una bruja, no es un recurso natural, no es un producto, no es algo: es alguien.

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