La miopía de la crítica anglo-estadounidense es ya perturbadora. Hace poco celebró Locamente millonarios (Crazy Rich Asians, 2018) porque su elenco era enteramente asiático —la palabra “asiático” usada como si los habitantes de China, Corea y Singapur no tuvieran distinciones culturales, raciales y políticas—, y poco importó que fuera un bien de consumo tan problemático en las aspiraciones que vendía —ser locamente millonario— como el racismo al que, decían, estaba combatiendo. Lo importante fue que nos hacía sentir revolucionarios porque nos la pasábamos muy bien con la trillada historia de una muchacha que cumple el mayor sueño posible para una mujer del siglo XXI: casarse con un millonario. Revolución On Demand. Era de esperarse, entonces, que Nace una estrella (A Star is Born, 2018) fuera recibida como la cinta abiertamente misógina que es, sin embargo la crítica anglo-estadounidense está fascinada por ella.

Imagino que el éxito de estas películas tiene más que ver con su capacidad para manipular emociones que con la integridad intelectual de los críticos. Pero Locamente millonarios no es una película inteligente o hábil. Al contrario, es una misa donde se congregan todos los clichés a rezar para mantenerse vivos en otras 15 o 20 películas el año próximo. Al menos Nace una estrella es, en términos audiovisuales, un sorprendente debut para el actor y ahora director Bradley Cooper.

La primera escena de la película es una de las mejores secuencias de concierto que haya visto. Si en sus documentales D.A. Pennebaker nos acercó a los escenarios situando la cámara frente a ellos o tras bambalinas, Cooper nos ubica al lado de su personaje mientras la cámara representa el caos extático de la creación musical. Por momentos se acerca a los dedos que tocan una guitarra y luego nos muestran un rostro cantando, que se convierte en una imagen de la audiencia y se disuelve después en las luces que alumbran el escenario. Si añadimos una canción que evoca inmediatamente a Stevie Ray Vaughan, la emoción es incontenible. En años recientes sólo vi a Damien Chazelle lograr algo similar con Whiplash (2010).

Debo agregar que ayudan mucho a esta y otras secuencias las actuaciones de Cooper y Lady Gaga, ambos poseedores de un talento inmenso para transmitir en pequeños y grandes gestos el interior de sus personajes. Ambas son interpretaciones intensas y naturales, representativas de caracteres que sólo se pueden expresar con una voz rotunda. Aunque Cooper parece depender de la interpretación de Kris Kristofferson en la versión anterior de la película, sí logra sostener una presencia original que oscila entre los guiños a lo visto y los vislumbres de lo nuevo. Sin embargo, no sólo la interpretación de Cooper se ciñe a lo anticuado, y es ahí donde Nace una estrella se hace problemática.

Como las cuatro versiones anteriores, la película cuenta la historia de una estrella masculina que se enamora de una muchacha talentosa pero sin éxito. Pronto inician una relación y ella, ayudada por él, comienza una carrera musical. Los celos se imponen pero se explican como la idealización del arte y el romance de la autodestrucción. En pocas palabras, él es un poeta; ella, una comodidad. Sin embargo, con letras abundantes en ripios como: Black eyes open wide / It’s time to testify / There’s no room for lies / And everyone’s waitin' for you, difícilmente se puede pensar que el personaje de Cooper, Jackson Maine, se perfila para ser el segundo músico en obtener el Premio Nobel de Literatura. La cinta parece darle la razón a él cuando Ally (Gaga) comienza a hacer canciones de pop un poco menos sesudas como una que dice: Why'd you come around me with an ass like that. Él la regaña y le exige que busque la verdad en su interior. Al final ella la encuentra y la próxima canción significativa que toca es un homenaje al maravilloso hombre que casi le destruye la carrera.

En una escena aparentemente trivial Jackson nota que el publicista de Ally no trae calcetines. Él le enseña que sí los trae pero son tan cortos que no se notan. Claramente es una lucha entre dos hombres que se odian e intentan definir, a partir de sus calcetines, cuál de ellos es más macho. Para Copper, Jackson es claramente más hombre porque su música es sincera y viene del corazón. Nunca le vemos los calcetines pero es de suponerse que son más largos. Sus sabotajes son síntomas de un alma torturada, no de un hombre inseguro, entonces todo lo que hace es justificable y, de hecho, termina justificado en la escena final.

Llama la atención que New York, New York (1977), contemporánea de la versión anterior de Nace una estrella, sea más perceptiva en cuanto al conflicto que se desenvuelve entre sus personajes que un filme producido y estrenado durante los tiempos de #MeToo. En el musical de Martin Scorsese la inseguridad del personaje masculino es el problema claro, junto con el hembrismo de la mujer que lo tolera. Más allá del desdeñoso término de corrección política, New York, New York planteaba una interacción compleja y destructiva, mientras que Nace una estrella es una nostálgica mirada a esos días en que las mujeres cuidaban de sus hombres con una vehemente abnegación. ¿Por qué ha sido un éxito y no un escándalo? La destreza formal de Cooper es una explicación parcial, pero quizás el misterio no está en el cine o la crítica sino en la hipocresía.

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