Desde su estreno, Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios, me pareció —y me sigue pareciendo— una de las películas mexicanas más interesantes de los últimos años. Amplia y evocadora en su viaje por la Ciudad de México; romántica en su estilo, que recuerda con cariño a la Nueva Ola Francesa; frustrante en su ritmo, que representa la indiferencia de sus protagonistas ante el caos, la película es singular en muchos sentidos, incluyendo también sus rabiosas burlas a todo, desde la ideología universitaria hasta el esnobismo en la comunidad cinematográfica. Cuando supe que Museo (2018), el segundo largometraje de Ruizpalacios, abarcaría Ciudad Satélite —donde nací y crecí—, me emocionó que un director tan sensible a las variedades de la Ciudad de México explorara una geografía conservadora y tortuosa que conozco tan bien. El resultado es ambicioso —a veces quizá demasiado—, inteligente y, en un plano muy personal, conmovedor.

Museo se inspira en la historia del robo al Museo Nacional de Antropología en 1985, sin embargo no pretende contarla como sucedió. Más bien aprovecha esa historia para explorar la dislocación de un joven contestatario en un aburrido universo suburbano y para narrar los resultados de su ocurrencia. Gael García Bernal interpreta a Juan Núñez, un joven inmaduro y ególatra que vive para despedazar las ilusiones ajenas. Ya sea que se ausente de la fiesta navideña para llevar a cabo su robo o que revele maliciosamente un secreto a los niños, Juan parece determinado a contradecir su entorno. Sin embargo ni García Bernal ni su director, Ruizpalacios, reducen al personaje a una caricatura de punk frustrado. Juan es una reacción al mundo que lo rodea: su familia —una versión microscópica del universo sateluco— es cristiana, nacionalista, pequeño-burguesa y aferrada a sus convicciones. En muchos sentidos son la imagen misma del statu quo. El padre de Juan, un médico interpretado por el chileno Alfredo Castro, es un hombre duro que suma las pasiones de la familia pero resulta ser la versión flagelada de un joven irresponsable. Su extraño acento, hay que decirlo, es una distracción, pero Castro, con una rigidez casi militar, transmite la culpa y la intención fanática de oponerse a todo lo que fue su personaje en el pasado.

Aunque Juan elabora un discurso anticolonial sobre la necesidad de robar una enorme cantidad de piezas del museo junto con su amigo Benjamín (Leonardo Ortizgris), sus intenciones son cada vez más contradictorias y revelan las operaciones irracionales de la venganza. Enfrentado con Satélite, con sus habitantes y con sus principios, Juan evoca al rebelde Stephen Dedalus, el alter ego de James Joyce, que juró desobedecer a su patria, su hogar y su iglesia, para convertirse en un bohemio frágil y ensimismado. Ruizpalacios, como lo adelantaba, captura a Juan en su desorientada vastedad pero a veces quiere añadirle más dimensiones de las que necesita. El amor del muchacho por una versión ficticia de Princesa Yamal funciona a veces como un detalle humorístico —y una excusa para simular el estilo de las sexicomedias de los 80—, y en otras ocasiones se convierte en un símbolo de un deseo absurdo que se suma a otros como el robo mismo. Insistencia que raya en la redundancia, este es el único error importante de Ruizpalacios en una película por demás brillante.

En su recorrido con Juan y Benjamín, Ruizpalacios revela de nuevo la variedad mexicana pero ya no constreñida a los límites de la ciudad. En Museo nos paseamos con los personajes por los centros del país en los 80. Satélite es un símbolo de la prometedora clase media y sus sofocantes ambiciones, mientras que las ruinas de Palenque representan una historia de saqueo a la que se suman los protagonistas. Acapulco aparece con sus grandes casas de playa y sus cabarets de mala muerte para representar los excesos en la misión de Juan. Por supuesto, el Museo Nacional de Antropología es el escenario fundamental de la película, donde Ruizpalacios nos ofrece una meticulosa representación del robo. Sin embargo pocos elementos en la película nos hablan de las obsesiones de Juan como su mejor amigo.

Benjamín es, quizá más correctamente, un secuaz. En un punto de la película Juan le recuerda cómo sobrevivieron juntos en la escuela por ser los raros: uno era el radical malhablado, el otro el niño del que se sospechaba una discapacidad. Vulnerables ambos, uno lo es más que el otro. Con su fragilidad, Benjamín acentúa el violento carácter trágico de Juan y convierte al filme en una crítica, como Güeros, que todo lo abarca. La sociedad sateluca no es en absoluto admirable, pero su detractor tampoco. Los personajes viven perdidos, como dando vueltas en los circuitos de Satélite, que llevan siempre a los mismos lugares. Enajenados por la fe, tanto de la derecha como de la izquierda, todos son incapaces de acomodarse juntos pero quizás un acto de generosidad pueda redimirlos. Ante el capricho puede imponerse la justicia y mostrar que la rebelión más efectiva no es la que quita sino la que da.

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