Quizá nada parecería más trivial que filmar a la familia. Entre las tesis universitarias de jóvenes realizadores podemos encontrar centenas de películas sobre el abuelo que escapó del campo de concentración, la abuela que desafió al patriarcado en un país misógino o tal vez la madre que salió adelante a pesar de adversidades innumerables. No me burlo de los estereotipos que se han creado a partir de estas historias sino de la forma en que suelen narrarse. El arte no está en la originalidad de lo que contamos sino en el cómo, es decir, una historia familiar de sacrificio, de pérdida o de supervivencia no está mal en sí. Lo que caería en el lugar común sería un modo simplón y triunfalista de contarla. Pero, por otra parte, documentales como Muchos hijos, un mono y un castillo (2017), de Gustavo Salmerón, prueban que las posibilidades narrativas son tan variadas como los narradores mismos, y que los clichés son sólo el resultado de malas decisiones.

En algunos aspectos, esta película sobre la madre del director es muy similar a Italianamerican (1974), de Martin Scorsese. Particularmente las liga el hecho de que Muchos hijos… no es el retrato de una mujer excepcionalmente virtuosa. Como todos, doña Julita debe estar dotada de algún aspecto notable pero Salmerón resalta, al igual que lo hizo Scorsese con sus padres, su absoluta normalidad. Sus opiniones son casi siempre cuestionables: supersticiosas, desinformadas o de plano incoherentes, como cuando rechaza la monarquía después de haber vivido en un castillo. Sin embargo la historia contiene un ángulo crítico al mostrarnos a una mujer que tiene unos sueños tan excéntricos que inevitablemente se disuelven como azúcar en el agua insípida de la realidad. Julita es una niña de 81 años que entiende la vida como puede y la navega sin preguntarse mucho. Más bien ella se orienta por aquello que le complace.

Gracias a un tono cómico que parece burlarse de las desgracias familiares, Salmerón crea una narración sobre una familia con aspiraciones absurdas que se orienta al desastre debido a ellas. La crisis de 2008 y otros eventos en la historia reciente de España tienen apariciones especiales en la película que sutilmente ligan a Julita y a sus sueños con el colapso de su nación, guiada por excentricidades similares a las de la octogenaria.

Las tres grandes ambiciones en la vida de Julita son las del título y aunque nunca son explicadas como resultados de fenómenos sociales más grandes, un espectador agudo podría ligarlas a ellos. El primero es el sueño patriarcal de tener muchos hijos. Por supuesto, el conservadurismo dirá que se trata de una decisión individual pero es difícil desligar el deseo de una vasta familia de la perspectiva de quienes no expulsamos niños por nuestros órganos sexuales. Por supuesto, también influyen el cristianismo, que rechaza la planificación familiar, y el franquismo, inevitablemente vinculado al pensamiento católico.

El segundo sueño de Julita es tener un mono, una desventura que resulta contraproducente y que revela una pobrísima conciencia ambiental. Los monos, como lo prueba la anécdota sobre el que tuvo Julita, no son mascotas; son criaturas salvajes que sólo se intentan domesticar por ignorancia. Finalmente, el castillo es el que ocupa la mayor parte de la historia. Tras la crisis de 2008 la familia se ve obligada a venderlo. Símbolo de su ascenso a una clase acomodada, para Julita es además su hogar de más de una década. La mudanza del castillo ofrece un patetismo que compadece a la protagonista pero que también es ocupado por el humor para resaltar la tragicomedia que se desenvuelve. Julita, la matriarca de su familia, toma decisiones que, sin advertirlo, afectan a todo el clan, sin embargo la vida, en sus impredecibles vericuetos, continúa, de manera más amable que destructiva. Independientemente de la dirección de Salmerón —y al contrario de lo que piensa Julita— la vida de su madre es una gran historia, pero gracias a la perspectiva que él aporta se convierte en el reflejo de una sociedad entera.

Por supuesto, todo filme es un artefacto más allá de sus temas, y en este caso la inteligencia de Muchos hijos… y la efectividad de su tono y ritmo son el logro de los editores Raúl de Torres y Daniel Urdiales, que ensamblaron una cantidad inimaginable de metraje captado por el propio Salmerón. Gracias a los tres, lo que pudo ser un documental anecdótico, simple, se convierte en algo mucho más complejo mediante escenas como una en la que la familia descubre una calle nombrada en honor a un franquista, u otra en la que Julita y su esposo ven abdicar al rey Juan Carlos. El director y sus editores son capaces de ver lo que subyace en sucesos que podrían parecer triviales pero que revelan a la protagonista y a su familia como un resultado y un motor de la historia española. Más que ofrecernos un largo video casero, Salmerón nos da una imagen cotidiana de una cultura que, a pesar de la crisis, encuentra en la misma excentricidad que la provoca una forma de continuar.

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