En su novela ganadora del Pulitzer, El simpatizante, el escritor estadounidense de origen vietnamita Viet Than Nguyen narra las desventuras de un agente doble de la República Democrática de Vietnam —o Vietnam del Norte— en Estados Unidos. Durante su exilio, el narrador sin nombre consigue un trabajo como asesor de un filme hollywoodense que remite al mismo tiempo a Boinas verdes (Green Berets, 1968) y Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979).  Pareciera un sueño hecho realidad, considerando que el narrador está obsesionado con una frase de El 18 brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx, que en español dice: “No se pueden representar a sí mismos. Deben ser representados”. En su sentido original, Marx se refiere con desdén a los mecanismos de la democracia representativa; el narrador de Nguyen usa la frase para hablar de la necesidad de una representación respetuosa de las minorías en los medios de comunicación. El que me interesa ahora es el sentido del narrador, que al ver la película terminada se da cuenta de que su victoria es, a lo mucho, pírrica. Los personajes vietnamitas tienen más diálogos y algunas situaciones resultan menos inverosímiles que en el guión original pero la perspectiva sigue siendo la de un director blanco que cree entender Vietnam a la perfección porque leyó a Frances Fitzgerald.

Tres años después de que se publicara El simpatizante, una película dirigida y protagonizada por estadounidenses de ascendencia oriental está logrando un éxito inesperado en la taquilla. A cinco semanas de su estreno, Locamente millonarios (Crazy Rich Asians, 2018) lleva casi 150 millones de dólares recaudados en Estados Unidos y es ya uno de los mayores éxitos del verano. En los medios estadounidenses se habla de una transformación inevitable en la representación de personajes asiáticos, salvo por el periodista Andrew R. Chow, de The New York Times, que recordó en un artículo el caso de El club de la buena estrella (The Joy Luck Club, 1993). Basada en la novela de Amy Tan, esta cinta no fue un éxito comparable al de Locamente millonarios pero, al ser una de las 50 películas con mayor recaudación en su año de estreno, creó expectativas de que los ejecutivos en Hollywood podrían interesarse en realizar más películas protagonizadas por personajes asiático-estadounidenses. No pasó.

Sin embargo me parece que Chow no está tomando en cuenta que ambas películas aparecen en momentos muy diferentes. No había #MeToo cuando se estrenó El club de la buena estrella y los estudios de Hollywood no habían encontrado redituable al feminismo y su campaña interseccional contra el racismo, el clasismo y la fobia a las minorías sexuales. El problema con Locamente millonarios es uno que de algún modo aborda la autora feminista Andy Zeisler en su libro We Were Feminists Once. En esta colección de ensayos Zeisler aboga por la entrada del feminismo a la cultura popular pero critica la forma en que su sentido y su nombre se deforman en campañas publicitarias, adhesiones de estrellas y en películas que, en vez de apoyar la causa, demuestran el descuido y la negligencia —o en una palabra el oportunismo— con los que Hollywood aborda ese y cualquier otro tema.

Uno de los ensayos recopila declaraciones donde Zeisler muestra cómo los ejecutivos ricos y blancos de Hollywood menosprecian a los públicos que no se les parecen físicamente porque, según ellos, no van al cine. El éxito de Locamente millonarios, Pantera Negra (Black Panther, 2018), ¡Huye! (Get Out!, 2017) y Mujer Maravilla (Wonder Woman, 2017) ha venido a combatir esos prejuicios y demuestra que no sólo las mujeres y las minorías raciales quieren verse representadas en el cine: también los espectadores masculinos y anglosajones van a ver películas sobre gente que no es idéntica a ellos. Pero la realización de estas producciones y el pensamiento que proyectan es, por decir lo menos, mediocre.

En un ensayo para la revista literaria The New York Review of Books la escritora Zoë Heller sostiene —y concuerdo— que aunque la armadura de la nueva Mujer Maravilla es más severa que antes, la película que protagoniza no es más que otro ejemplo de una mirada masculina. Producida y escrita por hombres, Mujer Maravilla nos muestra a Diana Prince como una ingenua que se emociona de ver un bebé y se atora en una puerta revolvente porque no tiene idea de cómo abrirla. No sobra decir que un hombre la salva de esa y muchas otras situaciones incómodas. Pantera negra, por otra parte, no hace mucho más que celebrar una utopía africana, mientras que ¡Huye! representa pero no profundiza en los miedos de la comunidad afro-estadounidense relacionados a sus vecinos los caucásicos. Locamente millonarios aspira a mucho menos todavía.

Adaptada de un bestseller, esta comedia romántica narra el encuentro de una profesora de economía chino-estadounidense con la familia de su novio en Singapur. De por sí el choque cultural sugería una abundante cantidad de lugares comunes, pero resulta que la familia es rica en miles de millones de dólares. El encontronazo será también de clases sociales pero ninguna de estas dos situaciones provoca un examen complejo de la identidad nacional o social. Más bien son conflictos que cualquier espectador que haya visto más de una película de Kate Hudson sabrá cómo acaban antes de siquiera ver Locamente millonarios. Peor todavía: los chistes son perezosos y predecibles. Como en todas las comedias románticas industriales, la mejor amiga de la protagonista es una payasa extrovertida, la suegra es una enemiga seria y —no podía faltar— hay una escena en un guardarropa donde varios personajes dan su opinión sobre una serie de atuendos mientras suena una versión en cantonés de “Material Girl”. En otra escena una flotilla de helicópteros hace lo inesperado: surcar el cielo mientras se escucha la Cabalgata de las valquirias. Ni hablar de las imágenes de Singapur que, en ráfagas de ostentación y variedad, nos traen un importante mensaje: visite Kuala Lumpur.

La crítica estadounidense, por supuesto, ha sido cautivada. Me explicaría el apoyo si las críticas celebraran la visibilidad de varias comunidades —porque en Asia hay muchas y muy distintas— y nada más. Como bien lo aborda Nguyen en su novela, la representación es sinónimo de existencia en una sociedad de pantallas y espectaculares —ahora de LEDs y ventanas emergentes— pero la necedad de ciertos críticos por salvar las cualidades estéticas de la película denota un discurso capitalista, inevitablemente opuesto a las metas igualitarias del feminismo.

Es claro que Locamente millonarios es una película de fabricación en línea, es decir, su falta de subversión u originalidad demuestra que es un producto de consumo masivo. El entretenimiento popular nada tiene de malo en sí —hasta Kurosawa y Fellini lo hicieron— pero la producción y distribución de productos flojos y esquemáticos refleja una demanda creada a partir de las carencias en los sistemas educativos. Ningún país ha logrado una mayoría de espectadores activos o críticos porque esto requeriría de más inversión en la educación pública y desequilibraría el statu quo. Como la mayoría de las películas comerciales, Locamente millonarios es lo mismo que ya hemos visto muchas veces antes pero nos brinda una nueva y falaz satisfacción: verla nos quita lo racistas. Esto es lo que Zeisler llama feminismo de libre mercado. No es necesario buscar la equidad en la vida cotidiana o evaluar los prejuicios a partir de la deconstrucción: simplemente hay que consumir un producto que nos iba a complacer aun sin su valor social y que, con ese añadido, nos deja convencidos de que comprándolo hemos contribuido al cambio. Esto es lo que está defendiendo la crítica estadounidense, cuando podría estar buscando otro tipo de película, uno que desafíe las formas del cine hecho comodidad. Moonlight (2016) es un buen ejemplo.

Con su estilo influenciado por Wong Kar-wai, el director Barry Jenkins creó una película a la vez accesible y desafiante. Moonlight deshace los estereotipos al presentarnos a un hombre enamorado de otro, a una comunidad negra que lo discrimina por su orientación sexual, y al gángster en que se convierte, violento pero sólo porque su interior está poseído por la inseguridad. Su única figura paterna es otro gángster negro que intenta orientarlo con su sabiduría adquirida en las calles. En imágenes visionarias, Jenkins le da a una narrativa convencional un misterio que la separa de las demás, como también lo hace Sean Baker en El proyecto Florida (The Florida Project, 2017). En este filme el melodrama usual ante la miseria se deshace en coloridos castillos que reflejan la inocencia de una niña. También tiene una trama accesible pero su estética y la forma de representar a sus personajes implican una dignidad innegable que anula toda caricatura. En Locamente millonarios ningún personaje es más que “el guapo”, “la sexy”, “la tonta”, “el prepotente”. En muchos sentidos su triunfo es idéntico al del narrador en El simpatizante: parcial y pequeño.

Siendo justos, la crítica estadounidense sí consagró a Moonlight y El proyecto Florida como dos de las mejores películas de sus años respectivos, pero me inquieta verlos cediendo sin inteligencia ante Locamente millonarios. Si la gente corre a verla, es inevitable: están entrenados para hacerlo, pero la crítica no debería ser un espacio para un proselitismo desdentado sino una aventura del pensamiento. Ante una mala película industrial, por socialmente responsable que diga ser, lo aventurado es cuestionarla hasta desentrañar su simpleza. Validarla no va a hacer que más gente la vea y criticar sus flaquezas no es atacar a la minoría que empodera. Al contrario, entenderla como lo que es nos muestra que Hollywood nos está estafando y que está haciendo de la causa de la representación racial —como ya lo hizo con el cine mismo— una comodidad. Celebrar este timo causará que la revolución, al contrario de lo que dijo Gil Scott-Heron, sea televisada, empacada y vendida con envío gratis.

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